martes, 29 de mayo de 2012

Los límites del imperio, la Revolución Bolivariana y el Socialismo del Siglo XXI



 
Carmen Bohórquez
Universidad del Zulia
Maracaibo-Venezuela



Entre la vida y el capitalismo
            Nunca como ahora había adquirido tanta significación la dicotomía planteada en 1915 por Rosa de Luxemburgo: Socialismo o barbarie. Dictum que István Meszáros ha hecho más crudamente realista al agregar…. “si tenemos suerte”. Y es que ciertamente, no parece caber ya duda alguna de que con respecto al capitalismo se ha alcanzado la anunciada y definitiva contradicción entre su permanente “necesidad” de acumulación y los límites materiales para garantizarla; pues es claro que esa infinita acumulación de capital sólo puede mantenerse sobre otro principio, no dicho: el de una también infinita depredación y explotación de la naturaleza; lo que, sabemos, es materialmente imposible de sostener. Y en su suicida carrera por impedir el trabamiento y la ralentización de un crecimiento que es su razón de pervivencia, el sistema acelera lo mismo que pretende impedir.
Lo realmente grave en todo esto es el hecho de que esa carrera no es sólo suicida sino criminal en toda eventualidad para la humanidad entera, pues antes de que ocurra la propia autonegación del sistema, se producirá la destrucción de la vida sobre el planeta y, con ella, la extinción de la especie humana.
Quizás ese fue siempre el verdadero significado de la tan publicitada frase de Francis Fukuyama de que habíamos llegado al fin de la historia, cuando equivocadamente tomó la desaparición de la alternativa existente en ese momento como desaparición de toda alternativa. Pero el error no estuvo sólo en Fukuyama. También desde la izquierda tomamos equivocadamente esa afirmación y nos dedicamos más a refutar la falsa inferencia lógica que enarbolaba triunfalmente este personaje y el resto de los adalides del neoliberalismo, que en caer en cuenta de que el fin de la historia nos estaba realmente acaeciendo, pero por otra vía: no por la del capitalismo como ideología triunfante sino por el lado de que su propia realización material y la dirección que esa realización había tomado en su fase neoliberal, conducía directamente a la desaparición de la vida sobre el planeta.
Sin embargo y a pesar de la evidencia, el problema mayor está en que, como dice Meszáros, el supuesto de la eternidad del capital y con él, de su forma más perversa de realización histórica, el capitalismo, enmascara la realidad de esta decisiva encrucijada ante la cual se encuentra hoy la humanidad: confrontar la lógica destructiva del capitalismo o perecer. Bien podríamos, entonces, parafrasear la frase de Rosa de Luxemburgo y decir que la humanidad se encuentra hoy debatiéndose entre la Vida y el capitalismo, y que si la esencia del capitalismo lo lleva a aniquilar la vida, estamos más que nunca obligados, moral y materialmente, a comprometernos con aquellas vías que, por el contrario, garanticen la reproducción incesante de ésta.
Dicho de otro modo, no hay opción posible para la humanidad como no sea la de construir urgentemente una alternativa al capitalismo. Y en esta disyuntiva radical en la que el objetivo fundamental es el de construir o establecer una “forma histórica nueva” que busque ir más allá del capitalismo mismo y reemplazar efectivamente al mundo del capital en sí – aunque desde el punto de vista de la factibilidad propiamente dicha, tenga que plantearse dentro de los parámetros de este mundo[1] –,  la sociedad socialista sigue apareciendo como la única posible.


Legitimación de la muerte. Combate por la vida.
Esto que a primera vista debería resultar obvio para toda la humanidad, puesto que estamos hablando de la propia supervivencia de la especie humana, ha resultado sin embargo de difícil concreción en cuanto a generar un vasto movimiento social de desmontaje y derrota de las fuerzas del capitalismo. Ni siquiera la actual crisis, reconocida por los propios centros pensantes del sistema como la más profunda de las crisis vividas (eufemismo para no reconocer que se trata de una crisis estructural), parece levantar más reacción que la de una preocupación seria, pero momentánea, por capear el temporal con el menor daño posible, gracias a la dogmática seguridad del carácter eterno del capital. Seguridad que, claro está, es reforzada constantemente por todo el aparataje legitimador del sistema y en particular por su expresión mediática, que se esmera en mantenernos en el nivel fenomenológico de la presente crisis. Así, aunque se admite que la misma es tanto o más grave que la de los años 30 del pasado siglo, todo el discurso está dirigido a convencernos de que podrá ser superada tan sólo con que la humanidad realice un acto voluntario de fe (confianza) en quienes precisamente la produjeron y en su fórmula de salvación: la astronómica inyección financiera a empresas y bancos; omitiendo mencionar, por supuesto, el desplazamiento de sus terribles consecuencias hacia los excluidos de siempre.
            Contribuye grandemente a reforzar esta seguridad y es no menos decisivo, el ejercicio implacable y extendido a todo el planeta de la amenaza, del chantaje y del uso arbitrario de la fuerza militar por parte de la potencia que se ha erigido y pretende continuar eternamente como hegemónica, y ante la cual todas las demás, menos poderosas, no sólo han terminado sometidas a sus designios sino que incluso, como lo ha puesto radicalmente en evidencia la actual crisis europea, propenden a consagrarla como el Estado por excelencia del sistema capital; y esto, independientemente de que lo hagan por la propia necesidad de evitar una catástrofe económica interna, como es incluso el caso de China o Japón[2].
            No todo, sin embargo, está perdido. Mientras el mundo “desarrollado” del capital se encuentra entrampado entre el dogma que lo justifica como cultura superior y único modelo posible, y su huída hacia adelante a través de un revival de su violenta tradición invasora, saqueadora y colonizadora en procura de las riquezas naturales que demanda su irracional modelo de consumo, con absoluto desprecio de la vida, derechos y cultura de los pueblos a los que ha escogido como víctimas (Irak, Afghanistán, Libia, y ahora Siria e Irán); desde el Sur, desde la periferia, desde el mundo “subdesarrollado”, pueblos diversos insurgen y ensayan modelos propios de organización social en los que la persona humana y no el capital, constituye el centro a partir del cual se definen la vida, los derechos, la libertad, la justicia, la igualdad y la paz. Asistimos, así, a una búsqueda de referentes propios en la que estos pueblos se están descubriendo como forjadores de su propia historia y, más importante todavía, en la que se están reencontrando consigo mismos en lo que tienen de auténticos, de dignos y de sujetos de derechos, sin imposiciones de ningún tipo. De modo que si el Siglo XXI ha comenzado con la inocultable evidencia de una crisis estructural y definitiva del genocida modelo capitalista, también comienza a mostrarse, cada vez con mayor claridad, como un siglo de renacimiento de la humanidad; renacimiento que se hará posible en la medida en que estos pueblos en insurgencia logren, en clara conciencia del desafío,  actuar fuerte y concertadamente para hacer pronta realidad esa forma histórica nueva en la que  sea posible una vida digna para todos y todas, en paz y con justicia. Sólo así, será posible detener el destino de muerte al que nos está conduciendo la ceguera imperial. 


La construcción de una alternativa socialista en el Siglo XXI
            La presente búsqueda de alternativas a un sistema esencialmente negador de vida y de derechos no es, sin embargo, un intento inédito o excepcional. La historia de la humanidad está hecha de rebeliones, de luchas permanentes de los pueblos contra las estructuras de dominación, de intentos de construir mundos diferentes a los sistemas imperantes. Históricamente también, la ideología dominante ha sabido utilizar su poder para descalificar o aplastar estos intentos bajo el predicamento de que atentan contra “la paz y el orden establecidos”; aunque sin poder evitar que algunos de ellos llegaran a constituirse en grandes movimientos revolucionarios que cambiaron la historia mundial al asumir como tarea concreta y fundamental, no sólo la negación de la negación que operaba desde el sistema imperante sino, sobre todo, la construcción de un orden nuevo y real que hiciera justicia a las víctimas del viejo sistema. Vale mencionar la Revolución Francesa, la Revolución de Haití, o las Revoluciones de Independencia en el resto de Nuestra América, cuyos Bicentenarios hemos comenzado a celebrar.
En 1917, una de estas revoluciones suplantó un orden imperial, de corte feudal, por un sistema socialista que buscaba construir la dictadura del proletariado y avanzar hacia la realización del “reino de la libertad” en la tierra, del que hablaba Marx. A esta experiencia histórica que duró 70 años, se la refiere como Socialismo real, y mientras la derecha actual intenta convencerse a sí misma de que es un cadáver en proceso de momificación, para la izquierda esta experiencia juega hoy un rol ambivalente. Por un lado, está el reconocimiento del crucial papel que este socialismo real jugó en el sostenimiento y supervivencia de la ideología y de los movimientos de izquierda en el mundo; los que de otra manera hubieran quedado totalmente aniquilados ante el empuje de la creciente ideología imperial de un Estados Unidos en plena expansión, particularmente después de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, tras la caída del muro del Berlín y puestos al descubierto los pies de barro de ese gigante de la otra mitad del mundo, este modelo particular de socialismo se ha convertido para la izquierda actual en una especie de hándicap, en tanto es utilizado a menudo por sus enemigos ideológicos para descalificar, refutar y mostrar como fracaso indefectible cualquier nuevo intento de transitar por el camino del socialismo.
Evidentemente que tras este argumento se esconde la falacia de estar tomando la parte por el todo, de tomar un evento concreto por un universo posible; pero no siempre nos ocupamos desde la izquierda de poner al descubierto este engaño. En todo caso, la propia expresión ‘Socialismo real’ indica que la misma derecha admite que en un momento dado de la historia fue posible construir una alternativa al capitalismo, que hubo un intento de llevar a la práctica concreta ese modelo teórico cuyas características Marx logró explicitar mejor que nadie: un modelo de sociedad centrado en la justicia social y en la liberación del ser humano de la alienación y de la explotación capitalista de su fuerza de trabajo. Desgraciadamente, ese Socialismo real que encarnó la Unión Soviética terminó entrampado en lo mismo que supuestamente pretendía combatir y superar: la actividad humana fue puesta en función de la acumulación de capital, esta vez en manos del Estado, y la participación del pueblo fue excluida de la toma de decisiones, quedando ésta concentrada en una capa burocrática que concentró también privilegios y riquezas.
Por otra parte y por extraña razón, aún cuando en el mundo se han mantenido otras experiencias socialistas exitosas, es decir que también son reales y están muy vivas, como el socialismo cubano, el socialismo chino, o el vietnamita, el discurso de la derecha sigue refiriéndose al fracaso del Socialismo real de la Unión Soviética, tomándolo como absoluto; otra trampa en la que también la izquierda cae a menudo.
Quizás en parte por esta inducida reducción de la experiencia socialista a lo que fue la Unión Soviética y en parte porque las profundas transformaciones políticas que hoy florecen en América Latina tienen sus propias peculiaridades y han tomado cuerpo con el cambio de siglo, se ha dado en llamar a estos nuevos intentos de construir una sociedad centrada sobre la persona humana y no sobre el capital, Socialismo del siglo XXI; denominación que busca subrayar la diferencia con cualquier otra experiencia anterior. Sin embargo, tal calificativo no debe implicar que su novedad o sus particularidades nos autoricen a borrar la historia o a marcar un radical parteaguas con las experiencias socialistas que cubrieron el siglo XX. Pues con todo y los graves errores y desviaciones que se pudieron haber cometido, necesario es subrayar que el Socialismo real que encarnó la Unión Soviética hizo históricamente posible no sólo los otros proyectos socialistas que ya mencionamos, sino también este nuevo socialismo; incluso aunque sólo fuera por el hecho de haber logrado contener durante 70 años la voracidad del imperio. Los desmanes cometidos a partir de entonces por los Estados Unidos y sus aliados sobre el resto del mundo, parecen darnos la razón.
Como también es necesario tener presente que tampoco habría sido posible construir lo que hoy se está intentando en Nuestra América, sin el heroico ejemplo de la Cuba socialista, sin su clara conciencia internacionalista y sin su ejemplarizante solidaridad.
De allí que cuando nos planteamos la cuestión del Socialismo del siglo XXI, debemos considerar necesariamente dos aspectos: primero, el de una evaluación crítica del pasado, es decir de los caminos socialistas ya transitados (socialismo real) a fin de superar sus inconsecuencias y evitar reproducir sus errores, pero también para reconocer sus aportes en el largo camino de la justicia social. En segundo lugar, la necesidad de identificar las exigencias fundamentales del presente tiempo, que necesariamente influyen sobre su especificidad y que deberán ser tenidas en cuenta a la hora de definir las estrategias que nos permitirán producir ese cambio radical que exigen los pueblos y la vida misma, y además con la urgencia que estos tiempos demandan.
No pretendemos determinar aquí esas exigencias ni definir las estrategias generales a seguir; factores que sólo la sabiduría y la fuerza de los pueblos en su lucha contra la injusticia, y el aporte teórico de su vanguardia intelectual irán configurando en cada caso. La transformación radical de la sociedad, la sustitución de un sistema dado la deciden los pueblos mismos, en tanto se asumen como actores colectivos de lo nuevo.
De lo que sí estamos convencidos es de que hoy diversos pueblos de Nuestra América y de otras latitudes, Venezuela entre ellos, han emprendido nuevamente el camino de la recuperación de una comprensión humana del mundo y de la construcción de una alternativa a esa “civilización” de muerte que ha generado el sistema capitalista; como también estamos convencidos de que esta alternativa se hará concreta y definitivamente posible porque la estamos decidiendo desde la voluntad de vida.
De allí que nuestra pretensión aquí sea sólo la de subrayar la urgencia y afirmar la utopía, poniendo como ejemplo el proceso del cual estamos siendo partícipes y testigos, así como presentar algunos indicadores que muestran cómo el pueblo y el gobierno de Venezuela trabajan en conjunto para hacer realidad esa alternativa; convencidos como estamos de que sólo dentro de la causa histórica del Socialismo se puede avanzar hacia la superación definitiva de la injusticia y hacia la preservación de la vida sobre el planeta.


La Revolución Bolivariana
Llegar en Venezuela a este momento revolucionario no fue fácil, ni ocurrió por milagro. Como en todo cambio histórico radical son múltiples y muy complejas las causas que van concatenándose y acumulándose hasta provocar la ruptura liberadora. En el caso venezolano, y en mucho esto vale para movimientos similares en otras regiones de la América Latinocaribeña, tendríamos que comenzar la indagación desde la propia invasión y ocupación española, cuando a partir de un acto primigenio de violencia física y cultural quedaron instauradas en estas tierras la injusticia y la opresión como elementos constituyentes de una sociedad signada por el descentramiento político y cultural, y la negación de la propia condición humana.  Las luchas de independencia provocaron la primera ruptura liberadora tras tres siglos de férreo coloniaje,  pero tras la muerte de Bolívar, la imposición del proyecto de las élites criollas por sobre la propuesta bolivariana de emancipación real e integral de la sociedad, restauró de cierta manera la misma injusticia y las mismas condiciones de opresión que habían regido durante la colonia, con la diferencia de que esta vez los opresores provenían del mismo suelo patrio.
Un nuevo intento de ruptura liberadora se produce en Venezuela a mitad del siglo XIX con la guerra federal comandada por el General de Pueblos Libres, Ezequiel Zamora, bajo el grito ¡Tierras y Hombres Libres!, que pretendió poner fin a la extrema latifundización del territorio y a la vuelta de las condiciones de esclavitud para la gran masa campesina forzada a trabajar la tierra. El asesinato de Zamora desarticuló el movimiento y las élites criollas reforzaron su control y sus privilegios por el resto del siglo.
El descubrimiento del petróleo a fines del siglo XIX e inicios del Siglo XX abrirá paso a una nueva colonización de Venezuela, esta vez por parte de los Estados Unidos; nación que, como lo avizoró el propio Bolívar, parece destinada por la Providencia para plagar a la América de miserias en nombre de la libertad. Y, efectivamente, enarbolando la bandera de la modernidad, del progreso y de la libertad –definidas todas, por supuesto, desde sus propios intereses– los Estados Unidos no sólo iniciaron un nuevo y gran saqueo de nuestras riquezas naturales, sino que al igual que el viejo imperio fue penetrando en los más recónditos meandros de la sociedad hasta lograr el control casi total de la misma; ayudado en esta tarea por la burguesía criolla exportadora que desde entonces se convirtió en su agente más fiel.
La apropiación y control de la explotación petrolera le permitió a los Estados Unidos, como ha ocurrido en toda Nuestra América, controlar también los procesos políticos que en adelante se dieron en Venezuela, decidiendo e imponiendo desde férreas dictaduras hasta remedos de gobiernos democráticos, todos con una característica en común: la obediencia ciega y hasta complaciente a las políticas que los Estados Unidos iba diseñando para su patio trasero. Esta dominación, prácticamente sin resistencia, salvo el movimiento guerrillero que insurgió en la década del 60 y que finalmente resultó derrotado tras casi 20 años de lucha, se mantuvo de manera casi determinista hasta finales de la década de los 80, en la que la imposición de las políticas de choque neoliberales que el FMI imponía a sus anchas en el mundo, produjeron la primera y más extendida reacción popular de que se tenga noticia contra la forma neoliberal que ahora asumía el capitalismo para superar su crisis y afianzar su hegemonía total en el planeta. Esta explosión de rebeldía popular, conocida como El Caracazo, se extendió durante los días 27 y 28 de febrero de 1989 de forma casi simultánea por todo el país y puso en jaque al estamento político, el cual no encontró otra manera de afrontarla que ordenar una brutal represión que ocasionó miles de muertes; con lo cual selló la suya propia. Este terrible hecho que más de dos décadas después sigue estremeciendo la conciencia de los venezolanos y venezolanas, y sigue exigiendo justicia, fue el detonante fundamental para que el movimiento militar revolucionario que venía incubándose en los cuarteles desde inicios de esa misma década, decidiera acelerar el paso hacia una confrontación con el modelo entreguista, excluyente y contrario a los intereses populares, que representaba el llamado Pacto de Punto Fijo; pacto que permitió durante 40 años a socialdemócratas (Acción Democrática) y social cristianos (Copei), los dos partidos mayoritarios del sistema, turnarse en el poder y gobernar sin mayores cuestionamientos el país, dado su estrecho pacto con las burguesías nacionales y su incondicional alianza con los Estados Unidos. 
Es con todos estos antecedentes que se produce la rebelión militar encabezada por Hugo Chávez Frías en febrero de 1992, que, aunque fracasada en el momento, logra sacudir las conciencias y mostrar la posibilidad de una salida al oscuro laberinto en el que se sentía desesperanzadamente atrapada la mayoría del pueblo venezolano; víctima secular como lo había sido de sucesivos proyectos de dominación. La posterior incorporación de Chávez a la vida política del país, tras dos años de prisión y de creciente apoyo popular, permitió galvanizar todo ese descontento y ansias de liberación largamente reprimidas, que finalmente cristalizó en el proyecto liberador de la Revolución Bolivariana.


La refundación de la República
Como sabemos, el 2 de febrero de 1999, siete años después de la rebelión militar y luego de haber atravesado la campaña electoral más dura y mediáticamente agresiva que se recuerde en Venezuela, y haber ganado a pesar de ello las elecciones con una contundente mayoría sobre el candidato que representaba todo ese pasado de gobiernos oligárquicos, Hugo Chávez asumió la Presidencia de Venezuela. Su primer decreto presidencial fue el de convocar de inmediato, como lo había prometido durante su campaña electoral, un referéndum para que el pueblo decidiera, como en efecto ocurrió, la convocatoria y elección de una Asamblea Nacional Constituyente, la cual habría de redactar una nueva Carta Magna que refundara la República y sentara las bases de un nuevo pacto social.
A partir de ese momento se abrió en Venezuela un espacio de participación popular nunca antes vivido, y que se ha seguido intensificando y ampliando hasta el presente. El país entero, desde todas las tendencias políticas y grupos económicos, pero fundamentalmente desde todos los sectores sociales, culturales, étnicos, religiosos, las minorías todas se incorporaron a ese gran debate nacional y colectivo que dio como resultado una nueva y revolucionaria Constitución, aprobada también en Referéndum popular el 15 de diciembre de 1999.
En esta nueva Constitución se define la República como una sociedad democrática, participativa y protagónica, pero además multiétnica y pluricultural. Ya este reconocimiento del mapa cultural del país hizo posible por primera vez la visualización y la participación política de los  pueblos indígenas. De hecho, en el texto fundamental quedan reconocidas su organización social, política y económica, sus culturas, usos y costumbres, sus idiomas, saberes y religiones, así como su hábitat y derechos originarios sobre las tierras que ancestral y tradicionalmente ocupan y que les son necesarias para desarrollar y garantizar sus formas de vida. En cumplimiento de ello y en conjunto con las comunidades indígenas, se han demarcado y entregado a éstas en titularidad, hasta el momento presente, un millón de hectáreas; que además, por disposición constitucional, son inembargables e intransferibles.
 Igualmente son reconocidos sus derechos políticos y por vez primera en más de 500 años, los indígenas están participando activamente en las decisiones políticas que afectan a la integralidad de la nación. Por ley tienen representación en la Asamblea Nacional, mediante diputados propuestos por ellos mismos, así como la tienen en las Asambleas Legislativas regionales y en los Concejos Municipales de los Estados donde habitan estas comunidades. Tal reconocimiento permitió, por ejemplo, que una mujer indígena fuera durante dos períodos consecutivos Vicepresidenta de la Asamblea Nacional, y que hace seis años se creara el Ministerio del Poder Popular para Asuntos Indígenas, el cual está dirigido además por indígenas. Con la misma intención de erradicar toda exclusión, se creó también un Ministerio para Asuntos de la Mujer y la Igualdad de Géneros.
De la misma manera, en la nueva Constitución, escrita además en lenguaje de género, se incluyeron artículos dirigidos a garantizar la inclusión de sectores específicos de la sociedad, como las amas de casa, cuyo trabajo doméstico es reconocido como productor de valor agregado, es decir como actividad económica y por tanto como generador del derecho a la Seguridad Social; reivindicación que viene haciéndose realidad desde hace varios años y que avanza hacia su universalización. Igualmente, se reconoce y revaloriza a las personas con discapacidad, habiéndose creado programas de atención integral, asignación de pensiones de seguridad social, reconocimiento del lenguaje de señas y la Misión José Gregorio Hernández para atender cabalmente todas sus necesidades[3]. Del mismo modo se dedica atención muy especial a los adultos mayores, cuya pensión de seguridad social no sólo fue homologada al salario mínimo, sino que se incrementa al ritmo de éste, reconociéndose incluso ese derecho a los sobrevivientes del pensionado y avanzándose aceleradamente hacia la inclusión universal de este sector etario[4]. Esta pensión, por otra parte, incluye bonificación de fin de año y es pagada mensualmente al beneficiario, incluso por adelantado, al contrario de la humillante situación a la que eran sometidas estas personas en anteriores gobiernos. Lo mismo puede decirse con respecto a la atención de los niños, niñas y adolescentes, quienes hoy constituyen el sector que recibe mayor atención. Gracias a estas políticas sociales, se ha logrado reducir la pobreza en más de un 70% y Venezuela ha pasado a ser el país con el menor índice de desigualdad en toda América Latina.
En esencia, podemos decir que esta nueva Constitución establece a través de todo su articulado la obligación por parte del Estado, y en responsabilidad compartida con todos los ciudadanos, de garantizar el cumplimiento de los derechos humanos básicos, tales como el derecho a una vivienda digna, a la salud, al trabajo y, en general, a todo aquello que asegure una participación justa y equitativa en el desarrollo de la nación, sin discriminación de ningún tipo. Y puesto que ninguno de estos derechos podría cumplirse plenamente en un Estado cuya soberanía esté comprometida por su dependencia económica, la Constitución vincula el desarrollo de estos derechos a la superación definitiva de esa condición de dependencia. Es así como estipula y fomenta la diversificación de la actividad productiva, la soberanía alimentaria, la economía participativa, popular y alternativa mediante el apoyo efectivo y privilegiado a las cooperativas, organizaciones de trabajadores, pequeños y medianos productores y, sobre todo, mediante una verdadera reforma agraria que hoy está poniendo fin al latifundio y convirtiendo a la producción agrícola en un instrumento estratégico de liberación[5].
Es claro, pues, que para la Revolución Bolivariana el objetivo fundamental es la reivindicación de la persona humana como eje y télos de la organización de la sociedad, y no la defensa del propietario o del consumidor, implicada en la definición de libertad y democracia que se hace desde el mercado y que necesariamente condena a muerte a gran parte de la humanidad.


Hacia el socialismo
            A pesar de que el texto constitucional aprobado en referéndum popular en 1999 representaba una revolución en sí mismo, el gobierno del Presidente Chávez no se planteó durante los primeros años de ejercicio una ruptura con el sistema capitalista, sino que intentó, un tanto ingenuamente, poner en práctica la nueva Constitución a través de la posibilidad de una “tercera vía” o de un capitalismo con “rostro humano”. Sin embargo, tras la dolorosa experiencia del golpe orquestado por la derecha en abril de 2002 y del golpe petrolero de 2002-2003, la realidad demostró que no sería jamás posible llevar adelante un proyecto de liberación nacional, entendido como ejercicio de soberanía política y cultural, de manejo independiente de la economía y, sobre todo, de realización de la justicia social, en el marco del capitalismo y de la subordinación imperial. Fue así como en diciembre de 2004, y luego en el Foro Social Mundial de 2005, el Presidente Chávez proclamó la necesidad de trascender los límites del sistema y de orientar el esfuerzo de todos y todas hacia la construcción de una sociedad socialista: único espacio donde sí sería posible hacer realidad lo que teóricamente había quedado plasmado en dicha Constitución: hacer de Venezuela un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia.
Desde entonces y con constantes ensayos y errores, este proyecto socialista se ha venido construyendo y radicalizando. Y aún cuando no esté totalmente definido, podríamos decir de manera general que una de las características de la Revolución Bolivariana y la que le da quizás su carácter sui generis, es la de alimentarse de la tradición histórica socialista de todos los tiempos y latitudes, desde el cristianismo primitivo y la sociedad comunitaria practicada por nuestros pueblos aborígenes, hasta los aportes de Marx, Lenin y Mao, así como de las ideas de Martí, Fidel y el Ché; como también se alimenta del acervo revolucionario que representa la experiencia de lucha y resistencia de nuestros pueblos indígenas ante la invasión de América por parte de España; de las continuas rebeliones de negros, mestizos y criollos durante los 3 siglos de opresión colonial; y, fundamentalmente, toma como referentes insoslayables el pensamiento y la gesta libertadora y reivindicadora de soberanía del Libertador Simón Bolívar, así como de Francisco de Miranda, Antonio José de Sucre, Simón Rodríguez, y de todos los libertadores de nuestra América que fueron capaces, juntando esfuerzos y voluntades, de derrotar y expulsar definitivamente de América al imperio español. También se hace heredera nuestra revolución de Ezequiel Zamora y de sus huestes federales, que en 1859 clamaban por tierra y hombres libres.
Es claro que no se trata de copiar modelos, ni tampoco de exportarlos. Cada pueblo habrá de buscar las claves dentro de sí mismo y es desde allí, desde donde podrá construir sus propios y auténticos caminos de liberación. Tal como lo reclamaba en el Siglo XIX Simón Rodríguez, la América no debe imitar servilmente, sino ser original: Inventamos o erramos. O en palabras de Mariátegui: nuestro Socialismo no puede ser calco ni copia, sino creación heroica.
Y la América nuestra está creando, la América nuestra está inventando. En los últimos 20 años, han surgido por lo menos tres nuevas propuestas o tres alternativas para construir ese otro mundo posible que, más que posible, hoy se hace urgente y necesario: la del Zapatismo en México (un mundo donde caben todos los mundos); la del Socialismo del siglo XXI, centrado en la noción y la práctica real de la democracia participativa y protagónica, que constituye sin duda la clave sobre la que se estructura la propuesta de la Revolución Bolivariana y de cuya realización plena depende su consolidación como proceso liberador; y la del Buen Vivir, que guía a las revoluciones de Bolivia y Ecuador. En ellas encontramos los tres principios fundamentales que deben regir esa nueva sociedad socialista que estamos obligados a construir en este tiempo nuestro: inclusión desde el reconocimiento de la diversidad, democracia participativa y protagónica, armonía y respeto a la naturaleza.
Es con toda esta riqueza espiritual y con esa fuerza que emana de una tradición de lucha, que en Venezuela hemos emprendido un combate sin cuartel por la vida, la libertad, la justicia social, la igualdad, la paz, la inclusión social, la independencia, la solidaridad, la integración latinoamericana y caribeña, el respeto a la soberanía de los pueblos, y el establecimiento de una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural. Todo esto pretende serlo la Revolución Bolivariana. ¿Cómo lograr que lo sea? ¿Cómo llevar esta propuesta o carta de intenciones que recoge nuestra Constitución a la práctica? ¿Cómo evitar que desviemos el camino o peor aún, que la revolución que creemos estar haciendo, se quede tan sólo en una ardiente retórica, mientras que en la realidad sigue actuando la fuerza inercial de las viejas costumbres y el mantenimiento de las desigualdades?
El momento actual parece ser propicio para hacer un balance sobre el camino andado y determinar hasta dónde se ha transformado verdaderamente la sociedad venezolana, y si esa transformación ha sido una obra colectiva de la que todos hemos sido partícipes o si ha sido, como dicen los adversarios, un capricho impuesto a la fuerza por un autoritario Presidente que pretende eternizarse en el poder por quién sabe qué artilugios, y que además pretende revivir en el siglo XXI la trasnochada y fracasada ideología del Socialismo que, según ellos, es rechazada por la mayor parte de la población. Omiten decir esas fuerzas opositoras que en 13 años de gobierno bolivariano se han realizado 15 procesos electorales,  supervisados todos por organismos internacionales, y que en todas aquellas elecciones en que ha estado en juego la figura presidencial, el Presidente Chávez ha sido respaldado por el pueblo por una abrumadora mayoría; como también omite decir que el 53 % de la población venezolana está plenamente convencida de que sólo en Socialismo será posible construir una sociedad de paz, igualdad y justicia.
Creemos útil hacer este balance no sólo como una manera de desmontar o contrarrestar la matriz mediática que, generada desde los grandes centros de poder, cumple permanentemente su función de desacreditar, desvirtuar y satanizar cualquier experiencia alternativa de organización de la sociedad, distinta de la que sirve a sus intereses hegemónicos; sino sobre todo porque consideramos necesario que en esta búsqueda y construcción real de vías liberadoras que la propia humanidad requiere como condición de supervivencia, intentemos sistematizar o caracterizar de alguna forma dichas experiencias, esperando contribuir así a una teoría de la transición hacia el socialismo de este siglo XXI. De allí la necesidad de conjugar dialécticamente logros materiales con principios y líneas estratégicas; so pena a veces de incurrir en repeticiones.

De los principios y acciones
En este sentido y a partir de la experiencia venezolana, de la que hemos sido como la mayoría del pueblo venezolano activos protagonistas, nos permitimos aportar algunas reflexiones sobre las condiciones que creemos deben cumplirse para que un proceso de transformación social pueda ser considerado realmente una revolución y, en función de ellas, intentaremos realizar un examen crítico de lo actuado.
La primera afirmación a establecer es que para que una revolución sea verdadera debe ser una revolución integral. Esto implica esencialmente una revolución de los valores, la construcción de una nueva cultura centrada en esos nuevos valores revolucionarios y, por ende, la formación del nuevo ciudadano y ciudadana capaz de asumir el reto de enfrentar y superar su actual condición de oprimido, y todos, en conjunto, construir piedra a piedra un camino sólido hacia una sociedad de justicia, de igualdad y de real libertad para todos y todas. En tal sentido, creemos que las siguientes condiciones son fundamentales para que pueda hablarse de verdadera revolución:
a. Que el proyecto emprendido represente verdaderamente y construya realmente un orden alternativo sostenible e irreversible.
b. Que como requisito sine qua non asegure la progresiva transferencia de la toma de decisiones al pueblo organizado.
Ambas condiciones constituyen realmente una sola, pues la irreversibilidad del proceso no será posible si no se logra la plena participación del pueblo en la toma de decisiones. Por tanto, una revolución está obligada a trazar una estrategia de participación genuina como condición necesaria para crear ese orden social alternativo. Sólo a través de la práctica de la participación, el pueblo se hace capaz de identificar por sí mismo y de superar las ideas y estructuras que lo niegan como sujeto de derechos, aprende a definir las metas y modalidades de reproducción de las condiciones que garantizan su plena existencia social, y se determina a defenderlas contra todo intento de restaurar el orden anterior; al tiempo que va imaginando y creando nuevas posibilidades.
c. Realización de la igualdad sustantiva. Los dos requisitos anteriores presuponen el principio de la igualdad sustantiva, no el de la igualdad meramente formal que inunda los textos legales de la democracia representativa burguesa. Lograr esta igualdad es el propósito fundamental de una revolución verdadera. Sin igualdad sustantiva no hay justicia, ni liberación, ni real democracia, ni menos podría decirse que se esté construyendo una alternativa socialista. Por el contrario, no avanzar hacia ella sería la prueba más evidente de que nos mantenemos inmersos en el orden capitalista, en donde la desigualdad no sólo es condición de existencia y permanencia de dicho orden sino que, de hecho, ha sido convertida en fundamento de la cultura que genera y que a su vez lo sostiene. Por ello, resulta inmoral que desde el capitalismo se hable de democracia y libertad, cuando casi la mitad de la humanidad vive hoy por debajo del nivel de pobreza. Las cifras hablan crudamente por sí solas: mientras el 20 % más pobre se tiene que contentar con apenas el 1.6% de todas la riquezas de la Tierra, el 20% más rico consume el 82.49 %.
En la cultura de la desigualdad que genera el capitalismo, no tiene cabida el poder compartido de decisión ni la participación. En esa cultura el chofer no es igual al doctor. La mucama no es igual a la señora. El obrero no es igual al patrón. El campesino no es igual al citadino. El negro no es igual al blanco. El indígena no es igual al criollo. La mujer no es igual al hombre. Los homosexuales no son iguales a los heterosexuales. Los sudacas no somos iguales a los españoles. Los latinos no somos iguales a los anglosajones. Los pobres, en fin, no son iguales a los ricos y, por tanto, se considera casi de derecho natural que sean siempre estos últimos los que deban gobernar y decidir lo que mejor conviene a todos. Y si por justa razón, algunos de estos grupos excluidos de la participación intentan hacer valer su voz, de inmediato son criminalizados a través de los aparatos comunicacionales del sistema, y sus luchas abiertamente invisibilizadas. 
d. Democracia real. La desigualdad social y económica tiene evidentemente su correlato político. En un sistema capitalista, la tan defendida democracia no puede, evidentemente, ser otra cosa que una democracia representativa. De hecho, como ya mencionamos, en ella se actúa bajo el axioma de que son pocos los que saben lo que mejor conviene a todos y, lógicamente, es esta élite la que debe representar a todos los que no saben. Tal concepción, reafirmada constantemente por los aparatos de reproducción del sistema, facilita y “legitima” en el imaginario colectivo el que los intereses de la oligarquía política y económica se conviertan en los intereses de la nación, del Estado y del orden que los privilegia y mantiene. Más aún, el propio pueblo subyugado, como ocurría en la vieja Venezuela y sin duda en muchas otras partes, incluidos los propios países desarrollados, llega incluso a considerar lógico, valedero y hasta loable que una vez en el poder, estos sus “representantes” políticos, olvidando de dónde les viene la potestad de representación, se tomen a sí mismos por sus propios representados y terminen no sólo gobernando para sus particulares intereses, sino también aprovechándose del poder para enriquecerse más aún.
Vale agregar que la manipulación de las conciencias puede llegar, y de hecho sobran los casos que lo demuestran, a “naturalizar” incluso la servil alianza de estas oligarquías con el imperio dominante, y a que se vea como lógica consecuencia de la misma, no sólo la entrega de los recursos naturales de la nación y hasta del territorio patrio para que se coloquen bases militares que amenazan países hermanos, sino también el que se le apoye y acompañe invadiendo pueblos, destruyendo culturas, dando golpes de Estado, declarando guerras y otros crímenes que los monopolios comunicacionales se encargarán de legitimar.
Sin duda que un sistema de este tipo, que además se apoya sobre un aparato militar con tentáculos en casi todo el planeta, no dará jamás lugar al surgimiento de un orden alternativo por simple evolución determinística de sus contradicciones, ni mucho menos por una reveladora toma de conciencia de su maldad intrínseca.   
De manera concomitante, resulta igualmente claro que no es posible construir esa necesaria alternativa desde una democracia representativa, o mediante cambios meramente formales o procedimentales; porque llegados a este punto de disyuntiva radical en la que nos encontramos, es evidente que no se trata sólo de construir un simple régimen político sino, más que eso, de construir un nuevo espacio de realización humana en el que la satisfacción de los derechos humanos básicos, la libertad y la justicia se conviertan en ejercicio y disfrute real y efectivo de todos los ciudadanos y no sólo de unos pocos. Y esto no puede ser construido sino colectivamente, es decir mediante la participación protagónica de todos y de todas.
Llegamos así a una definición de democracia como construcción colectiva de un nuevo sistema de relaciones políticas mediante la participación protagónica de todos los ciudadanos y ciudadanas; definición de la cual se derivan dos principios fundamentales que creemos caracterizan el modelo que se ha puesto en marcha en la Venezuela Bolivariana.
En primer lugar, el hecho de que una democracia se defina como participativa y protagónica presupone ya la imposibilidad de que alguno de sus miembros quede excluido de participar en esa construcción, es decir presupone el principio de la inclusión; con lo cual no sólo no pueden existir condicionamientos discriminatorios de esa participación, sino que tampoco puede imponerse una manera particular de hacerlo. Es decir que cada ciudadano, respetado en su alteridad, participará libremente desde sus propios referentes culturales en la construcción del objetivo común, que es lo que se quiere significar cuando se habla de participación en condiciones de igualdad y con lo cual el resultado que se obtenga será verdaderamente el fruto de la interacción de lo diverso: principio de la interculturalidad.
Inclusión social e interculturalidad se constituyen, así, en presupuestos pero también en garantía de construcción de un modelo auténtico de democracia: la democracia participativa y protagónica. Este concepto, desarrollado en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y que modestamente Venezuela ofrece como aporte en esta lucha por la justicia social y por la vida misma, se opone de manera radical al concepto de “democracia” que defiende el neoliberalismo; y ya este sólo hecho marca su sentido emancipador.
Más que un régimen político, la democracia debe ser un modo de organización de la sociedad tal que sea capaz de asegurar las condiciones materiales de reproducción de la vida, la satisfacción efectiva de las necesidades humanas, la posibilidad para todos y todas de desarrollar sus potencialidades personales y colectivas; y donde, además, todos los actos del poder público estén supeditados a la suprema voluntad del pueblo, que es el único y absoluto detentor de soberanía. Se trata, pues, de que no sólo el Estado sea democrático, sino de que también lo sea la sociedad.
De hecho, en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela está plenamente garantizada la participación de los ciudadanos en todos los asuntos públicos, sea de manera directa, semidirecta o indirecta. A nivel práctico, esta participación le permite a todo ciudadano o ciudadana el postularse a cargos por iniciativa propia sin la mediación de los partidos políticos (Art. 67); revocar los mandatos dados pues todos los cargos de elección popular, incluido el de Presidente, son revocables (Art. 71); proponer leyes (Art. 204); aprobar o rechazar en referéndum decretos presidenciales, enmiendas o reformas constitucionales, o decisiones de trascendencia nacional como puede serlo la firma de Tratados o acuerdos que afecten la vida nacional (Art. 341); integrar los Comités de Evaluación de los postulados a cargos del Poder Judicial (Tribunal Supremo de Justicia y Jueces de la República), del Poder Electoral, así como a Fiscal General, Contralor General y Contralores Estatales, y Defensor del Pueblo (Art. 296).
De la misma manera, la nueva Constitución otorga a las comunidades el derecho de control de la gestión pública integrando los Consejos de Planificación y Coordinación de Políticas Públicas, tanto a nivel de los estados, como de los municipios y parroquias (Arts. 166, 182). De estos Consejos, cuando sea el caso, formarán también parte los representantes de las comunidades indígenas.
Asimismo, se estipula la transferencia de servicios en materia de salud, educación, vivienda, deporte, cultura, etc. a las comunidades organizadas; al igual que el derecho a decidir, formular y administrar directamente sus propios proyectos de inversión (Art. 184). Para tales efectos, se ha estipulado que el 20 % del fondo correspondiente al desarrollo económico de cada estado sea manejado directamente por éstas; con lo cual se reafirma la soberanía del pueblo y la autonomía de lo local.
Esta transferencia del poder a las comunidades organizadas ha venido cobrando cada vez mayor fuerza y celeridad, y constituye la experiencia más interesante y radical que está hoy teniendo lugar en Venezuela. Más aún, la consolidación de la autonomía de las comunidades y de su real poder de gobierno ha sido consagrada por la Asamblea Nacional a través de la Ley Orgánica de Consejos Comunales.
De acuerdo a esta ley, por cada cuatrocientas familias corresponde un Consejo Comunal, y sus integrantes, que no son “representantes” sino voceros elegidos por la comunidad en asamblea popular, pueden ser también revocados de su función cuando ésta así lo considere justificado. Dicho Consejo Comunal coordina la organización y la ejecución de los proyectos que la asamblea popular haya considerado prioritarios, y administra los recursos que por ley le son transferidos a la comunidad desde el Presupuesto Nacional. En el ejercicio de la soberanía popular, la asamblea comunitaria elige también a quienes van a administrar el Banco Comunal, o a integrar las mesas técnicas de agua, de electricidad, de vivienda, de cultura, etc., a través de las cuales se trabaja en la solución de problemas específicos de la vida en comunidad.  Varios Consejos comunales pueden asociarse en Comunas y con ello tener acceso a préstamos de envergadura que le permitirán desarrollar proyectos socioproductivos de gran alcance. Vale aquí destacar el papel protagónico que han asumido hoy las comunidades en la solución del problema de la vivienda, al convertirse ellas mismas no sólo en administradoras del recurso financiero sino también en constructoras. El pasado año, las comunidades organizadas ejecutaron el 40% de las viviendas construidas con financiamiento oficial. Y es también la comunidad la que decide quiénes de entre sus integrantes van a ser los primeros beneficiarios de dichas viviendas; así como también decide quienes han de tener derecho prioritario a ser atendidos en las Casas de Alimentación, o a beneficiarse de otras iniciativas planteadas por la comunidad al gobierno nacional o a los gobiernos regionales.

Logros de la revolución bolivariana
No podemos detallar aquí los innumerables modos y proyectos de inclusión y de participación protagónica que se están desarrollando por toda Venezuela, impulsados ciertamente por el gobierno del Presidente Chávez, pero sostenidos y radicalizados por esa extraordinaria fuerza sin la cual nada sería posible que es el pueblo organizado.  Pero sabiendo que estos logros no se verán ni siquiera ligeramente referidos por los monopolios mediáticos que copan los espacios de comunicación en prácticamente el planeta entero, invitamos a buscarlos por cuenta propia en los medios alternativos o a través de las páginas o medios oficiales del gobierno venezolano, pues así como el sol no se puede tapar con un dedo tampoco la verdad podrá ser eternamente ocultada por los medios. Por encima y a pesar de ellos, Venezuela, junto a Bolivia, Ecuador y otros pueblos de Nuestra América seguirán avanzando en términos de inclusión y participación real de los ciudadanos en la transformación radical de sus condiciones de vida, y señalando con su ejemplo la posibilidad real de una alternativa al modelo genocida del capitalismo.
Haber detenido la privatización de las riquezas naturales, de las industrias básicas, de los servicios públicos, de la educación, de la seguridad social y de la salud son hechos reales que cimentan el camino de la definitiva liberación. Reducir en casi 70% la pobreza extrema (20,6 al 7,4%) y la pobreza general (47 % al 20%), así como la tasa de desempleo, cuando lo contrario sacude de indignación al mundo desarrollado; lograr un aumento del 30% en el consumo de las clases populares y desarrollar estrategias de soberanía alimentaria en momentos de crisis alimentaria mundial provocada por el sistema capitalista; cumplir en su casi totalidad las Metas del Milenio con varios años de avance al plazo establecido; incorporar al sistema educativo a más de 4 millones de venezolanos, antes excluidos, mediante un sistema integrado de formación que garantiza la posibilidad de transitar con acompañamiento especializado desde el nivel de alfabetización a la culminación de estudios universitarios; garantizar la cobertura de salud gratuita a más del 80% de la población, incluidos los medicamentos de alto costo para pacientes con cáncer y para el 100 % de pacientes con VIH, nos hablan de una sociedad que transita con pasos firmes hacia otra forma de entender el ejercicio del poder y las propias relaciones de producción y de distribución de las riquezas de todos. La propia composición del presupuesto nacional, que es el factor que realmente define la orientación y la práctica política de un país, confirma este tránsito hacia una sociedad socialista: para el 2012, casi el 60% de ese Presupuesto estará destinado a la inversión social. No creemos que aparte de Cuba, haya ningún otro país que destine tantos recursos al bienestar de su pueblo; todo lo cual ha redundado en una recuperación de la autoestima personal y colectiva de la población y un cada vez mayor grado de conciencia de su dignidad, de sus derechos, y de su protagonismo social.
            En el plano internacional, Venezuela ha pasado en 13 años de ser un país casi desconocido a ser una nación admirada por muchos pueblos por su lucha abierta y decidida contra toda forma de dominación, de colonización y de imperialismo, y por la transformación radical que ha emprendido en aras de la consolidación definitiva de su independencia.
Por otra parte, se han multiplicado y profundizado los acuerdos de cooperación solidaria con países de todos los continentes, privilegiando la relación con los países hermanos de América Latina y el Caribe, así como la relación Sur- Sur. Asimismo, desde esta Venezuela revolucionaria han partido muchas iniciativas que hoy han contribuido a transformar el marco político y económico de América Latina. Junto a Cuba, iniciamos e impulsamos la Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra América (ALBA) que dio al traste con el plan imperial del ALCA y hoy agrupa a 10 países, constituyéndose en una real alternativa de integración regional, basada en la cooperación solidaria y no en la competencia que el imperio acostumbraba imponer en la región. Igualmente son producto de esta concepción revolucionaria y nuestroamericanista que Venezuela impulsa, la creación de Petrocaribe, Telesur, el Banco del Alba, el Banco del Sur, la idea de la moneda única, Unasur, y la más reciente creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC),  que a nuestro juicio constituye el hecho político y el ejercicio de soberanía más importante ocurrido en Nuestra América en 200 años de vida republicana.
Aun cuando todo esto no es una declaratoria de principios sino una realidad actualmente en construcción en la Venezuela Bolivariana, los monopolios mediáticos se empeñan en crear una realidad paralela en la que en lugar del ejercicio pleno de derechos individuales y colectivos, se recrea una dictadura virtual que viola todo principio democrático y dedica el presupuesto nacional a incrementar el poderío militar. Sin duda tratan de impedir o de revertir el proceso liderado por el Presidente Chávez, quien, junto al pueblo organizado, está haciendo precisamente realidad lo que manda nuestra revolucionaria Constitución, que no es otra cosa que la puesta en práctica de un modelo democrático que al radicalizar la condición de ciudadano a través de su participación en prácticamente todos los niveles de decisión, refuerza el sentido de pertenencia a un conglomerado nacional, fortalece el concepto de Estado-Nación y reafirma el principio de soberanía; lo que a no dudar contradice las tendencias imperiales globalizantes.

La situación actual
Sin duda, un cambio de esta naturaleza no puede ser bien visto por los actores políticos tradicionales, ni comprendido incluso por quienes han estructurado su pensamiento de acuerdo a rígidos esquemas ideológicos, sean de derecha o de izquierda. De allí la feroz resistencia de las clases acomodadas, la acerba oposición de la jerarquía católica, la contumaz descalificación de parte de los viejos partidos, la negativa reacción de la ultraizquierda, la posición beligerante de la cámara empresarial, el continuo y abierto llamado al golpe o al magnicidio por parte del sector más reaccionario, entre los cuales sobresalen precisamente los medios de comunicación privados, en un rol de confrontación que es vergüenza del verdadero periodismo. Rol sobre el cual sería urgente y necesario plantear un serio debate, no sólo en lo que respecta a Venezuela, sino al mundo en su conjunto.
Sabemos que el camino es difícil. De hecho lo ha sido durante cada día de estos 13 años que llevamos recorridos. En este momento tenemos una revolución amenazada abierta y gravemente por el imperio, tanto por constituir una presa muy codiciada dados los ingentes recursos naturales que posee, entre ellos la mayor reserva mundial de petróleo, que ese modelo en crisis requiere para su supervivencia, como por ser considerada una amenaza que debe ser neutralizada a todo costo, dado el potencial emancipador y desalienante de su ejemplo, que avanza en la dirección de un mundo de pueblos soberanos e iguales.
En vista de ello, es necesario dejar bien claro que en Venezuela se vive un proceso revolucionario de grandes transformaciones que ha sido y queremos que siga siendo, un proceso pacífico. No ha habido en la Venezuela bolivariana ni una sola persona encarcelada por pensar diferente (los políticos que están presos lo están por haber asesinado ciudadanos durante el golpe de Estado de 2002, por injurias y lesiones graves a otros ciudadanos, o por hechos de corrupción, lo que es castigado en todos los países del mundo). No ha habido tampoco en estos 13 años ni un solo desaparecido, ni un periódico cerrado o censurado (para desgracia de la SIP), ni un solo periodista detenido, a pesar de que durante las 24 horas del día la mayor parte de estos se dedican a tergiversar los fines de la revolución, a difamar al Presidente, a promover golpes de Estado, a inventar historias absurdas, y mil otras cosas más; como lo puede comprobar cualquiera que visite nuestro país o sintonice alguno de los canales privados a través del sistema de TV por cable.
Contra estas campañas de agresión y contra los designios del imperio, la respuesta no ha sido otra que la de redoblar nuestro esfuerzo para transformar colectivamente ese secular modelo establecido por y para las élites, en un modelo de participación democrática donde con aciertos y errores, avances y retrocesos, vayamos construyendo en colectivo las condiciones para una vida digna y una sociedad plenamente humana; siempre abiertos a la solidaridad con otros pueblos del mundo y en especial a la unidad de la América Latina y el Caribe. Se trata, por otra parte, de una revolución que, como ya dijimos, se está inventando a sí misma, que intenta no copiar modelos, aunque pueda aprender de otras experiencias, y que encuentra su inspiración y guía en la revalorización de la historia de las luchas populares y del pensamiento de quienes iniciaron hace 200 años esta batalla por la libertad; y en particular la encuentra en el pensamiento de Simón Bolívar. Por eso se la llama Revolución Bolivariana.
Por otra parte, resulta altamente simbólico que la conmemoración del Bicentenario de nuestras Independencias ocurra en momentos en que en América Latina se levantan con fuerza millones de brazos decididos a romper también las cadenas de otro imperio que, al igual que la monarquía española, intenta someter el destino de nuestros pueblos a la realización de sus objetivos e intereses hegemónicos. Ambos momentos, el de lo ocurrido hace 200 años y el de los actuales movimientos de liberación, pudieran estar marcando el inicio y el fin de un complejo proceso de  liberación, a lo largo del cual la América del Sur ha ido cincelando su identidad y ensayando formas de resistencia que hoy parecen fructificar en una definitiva voluntad de autodeterminación.
Por todo ello y por la gravedad y radicalidad de las amenazas que hoy se ciernen sobre toda la humanidad, estamos obligados a fortalecer la unión, a radicalizar el compromiso y a acelerar la transición al Socialismo, única manera de que la vida termine por imponerse sobre la muerte. Seamos pues optimistas, sobre todo en este momento en que, como dice el Presidente Chávez, La historia de nuestros pueblos la están escribiendo aquellos que tenían prohibido redactar la historia. Ya la historia no la cuentan los antiguos vencedores.
Artículo publicado de Revista de Filosofía I-2012 Enero-Abril. Nº 70.


[1]Sin embargo, a menos que se quiera crear confusión no podrá caminarse realmente hacia el socialismo si no se plantea una reestructuración radical del marco del control general del capital, no sólo respecto a los mecanismos establecidos sino respecto al metabolismo social heredado en general. Es éste el objetivo fundamental que no puede perderse nunca de vista, ni mucho menos sustituirlo o hacerlo pasar por una simple superación del capitalismo como forma histórica”. MESZÁROS, I., Más allá del Capital, Vadell Hermanos Editores, Caracas, 2006, pp. 1083-1084.
[2] Cf. MESZÁROS, István Socialismo o Barbarie, Monte Ávila Editores, Caracas, 2007, p. 25.
[3] A los fines de atender de manera ágil, eficiente y no burocrática los problemas sociales más urgentes, y cancelar la deuda social secularmente acumulada, el Presidente Chávez creó las llamadas Misiones Sociales, que, como su nombre lo indica, se fijan un objetivo estratégico y desarrollan creativamente las acciones destinadas a alcanzarlo. La primera de ellas fue la Misión Robinson, destinada a erradicar el analfabetismo en Venezuela, como de hecho se logró en el año 2005; así como la Misión Barrio Adentro, que desarrolló una Red de Atención Primaria de Salud en todo el territorio nacional. Al presente esta Red cuenta con más de 30 mil Centros de Salud integral, que atiende de manera gratuita al 88% de la población venezolana, desde los casi siete mil módulos de atención primaria que se han creado en los lugares de más difícil acceso y donde nunca antes había existido atención médica, hasta los Centros de Alta Tecnología más especializados. Actualmente existen más de 30 Misiones, cada una de ellas dirigida a resolver un problema específico. 
[4] En 13 años de gobierno bolivariano se pasó de 300 mil pensionados a casi dos millones de pensionados y pensionadas. Se espera incorporar durante el año 2012 otras 500 mil personas.
[5] Al presente, el Estado ha logrado recuperar y entregar a las comunidades campesinas más de 2 millones de hectáreas que formaban parte de grandes latifundios o que estaban improductivas.

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