Carmen Bohórquez
Universidad del Zulia
Maracaibo-Venezuela
Entre la vida y el capitalismo
Nunca
como ahora había adquirido tanta significación la dicotomía planteada en 1915
por Rosa de Luxemburgo: Socialismo o barbarie. Dictum que István Meszáros ha hecho más crudamente realista al
agregar…. “si tenemos suerte”. Y es que ciertamente, no parece caber ya duda
alguna de que con respecto al capitalismo se ha alcanzado la anunciada y
definitiva contradicción entre su permanente “necesidad” de acumulación y los
límites materiales para garantizarla; pues es claro que esa infinita acumulación
de capital sólo puede mantenerse sobre otro principio, no dicho: el de una
también infinita depredación y explotación de la naturaleza; lo que, sabemos,
es materialmente imposible de sostener. Y en su suicida carrera por impedir el trabamiento y la ralentización de
un crecimiento que es su razón de pervivencia, el sistema acelera lo mismo que pretende
impedir.
Lo realmente grave en
todo esto es el hecho de que esa carrera no es sólo suicida sino criminal en
toda eventualidad para la humanidad entera, pues antes de que ocurra la propia
autonegación del sistema, se producirá la destrucción de la vida sobre el
planeta y, con ella, la extinción de la especie humana.
Quizás ese
fue siempre el verdadero significado de la tan publicitada frase de Francis
Fukuyama de que habíamos llegado al fin de la historia, cuando equivocadamente
tomó la desaparición de la alternativa existente en ese momento como
desaparición de toda alternativa. Pero el error no estuvo sólo en Fukuyama.
También desde la izquierda tomamos equivocadamente esa afirmación y nos
dedicamos más a refutar la falsa inferencia lógica que enarbolaba triunfalmente
este personaje y el resto de los adalides del neoliberalismo, que en caer en
cuenta de que el fin de la historia nos estaba realmente acaeciendo, pero por
otra vía: no por la del capitalismo como ideología triunfante sino por el lado
de que su propia realización material y la dirección que esa realización había
tomado en su fase neoliberal, conducía directamente a la desaparición de la
vida sobre el planeta.
Sin embargo y a pesar de
la evidencia, el problema mayor está en que, como dice Meszáros, el supuesto de
la eternidad del capital y con él, de su forma más perversa de realización
histórica, el capitalismo, enmascara la realidad de esta decisiva encrucijada
ante la cual se encuentra hoy la humanidad: confrontar la lógica destructiva
del capitalismo o perecer. Bien podríamos, entonces, parafrasear la frase de
Rosa de Luxemburgo y decir que la humanidad se encuentra hoy debatiéndose entre
la Vida y el capitalismo, y que si la esencia del capitalismo lo lleva a aniquilar
la vida, estamos más que nunca obligados, moral y materialmente, a
comprometernos con aquellas vías que, por el contrario, garanticen la
reproducción incesante de ésta.
Dicho de otro modo, no
hay opción posible para la humanidad como no sea la de construir urgentemente
una alternativa al capitalismo. Y en esta disyuntiva radical en la que el
objetivo fundamental es el de construir o establecer una “forma histórica
nueva” que busque ir más allá del capitalismo mismo y reemplazar efectivamente
al mundo del capital en sí – aunque desde el punto de vista de la factibilidad
propiamente dicha, tenga que plantearse dentro de los parámetros de este mundo[1]
–, la sociedad socialista sigue
apareciendo como la única posible.
Legitimación de la muerte. Combate por la vida.
Esto que a primera vista
debería resultar obvio para toda la humanidad, puesto que estamos hablando de
la propia supervivencia de la especie humana, ha resultado sin embargo de
difícil concreción en cuanto a generar un vasto movimiento social de desmontaje
y derrota de las fuerzas del capitalismo. Ni siquiera la actual crisis,
reconocida por los propios centros pensantes del sistema como la más profunda
de las crisis vividas (eufemismo para no reconocer que se trata de una crisis
estructural), parece levantar más reacción que la de una preocupación seria,
pero momentánea, por capear el temporal con el menor daño posible, gracias a la
dogmática seguridad del carácter eterno del capital. Seguridad que, claro está,
es reforzada constantemente por todo el aparataje legitimador del sistema y en
particular por su expresión mediática, que se esmera en mantenernos en el nivel
fenomenológico de la presente crisis. Así, aunque se admite que la misma es
tanto o más grave que la de los años 30 del pasado siglo, todo el discurso está
dirigido a convencernos de que podrá ser superada tan sólo con que la humanidad
realice un acto voluntario de fe (confianza) en quienes precisamente la
produjeron y en su fórmula de salvación: la astronómica inyección financiera a
empresas y bancos; omitiendo mencionar, por supuesto, el desplazamiento de sus
terribles consecuencias hacia los excluidos de siempre.
Contribuye grandemente a reforzar
esta seguridad y es no menos decisivo, el ejercicio implacable y extendido a
todo el planeta de la amenaza, del chantaje y del uso arbitrario de la fuerza
militar por parte de la potencia que se ha erigido y pretende continuar
eternamente como hegemónica, y ante la cual todas las demás, menos poderosas,
no sólo han terminado sometidas a sus designios sino que incluso, como lo ha
puesto radicalmente en evidencia la actual crisis europea, propenden a
consagrarla como el Estado por excelencia del sistema capital; y esto,
independientemente de que lo hagan por la propia necesidad de evitar una
catástrofe económica interna, como es incluso el caso de China o Japón[2].
No
todo, sin embargo, está perdido. Mientras el mundo “desarrollado” del capital
se encuentra entrampado entre el dogma que lo justifica como cultura superior y
único modelo posible, y su huída hacia adelante a través de un revival de su violenta tradición
invasora, saqueadora y colonizadora en procura de las riquezas naturales que
demanda su irracional modelo de consumo, con absoluto desprecio de la vida,
derechos y cultura de los pueblos a los que ha escogido como víctimas (Irak,
Afghanistán, Libia, y ahora Siria e Irán); desde el Sur, desde la periferia,
desde el mundo “subdesarrollado”, pueblos diversos insurgen y ensayan modelos
propios de organización social en los que la persona humana y no el capital,
constituye el centro a partir del cual se definen la vida, los derechos, la
libertad, la justicia, la igualdad y la paz. Asistimos, así, a una búsqueda de
referentes propios en la que estos pueblos se están descubriendo como
forjadores de su propia historia y, más importante todavía, en la que se están
reencontrando consigo mismos en lo que tienen de auténticos, de dignos y de
sujetos de derechos, sin imposiciones de ningún tipo. De modo que si el Siglo
XXI ha comenzado con la inocultable evidencia de una crisis estructural y
definitiva del genocida modelo capitalista, también comienza a mostrarse, cada
vez con mayor claridad, como un siglo de renacimiento de la humanidad; renacimiento
que se hará posible en la medida en que estos pueblos en insurgencia logren, en
clara conciencia del desafío, actuar
fuerte y concertadamente para hacer pronta realidad esa forma histórica nueva
en la que sea posible una vida digna
para todos y todas, en paz y con justicia. Sólo así, será posible detener el
destino de muerte al que nos está conduciendo la ceguera imperial.
La construcción de una alternativa socialista en el Siglo XXI
La
presente búsqueda de alternativas a un sistema esencialmente negador de vida y
de derechos no es, sin embargo, un intento inédito o excepcional. La historia
de la humanidad está hecha de rebeliones, de luchas permanentes de los pueblos
contra las estructuras de dominación, de intentos de construir mundos
diferentes a los sistemas imperantes. Históricamente también, la ideología dominante
ha sabido utilizar su poder para descalificar o aplastar estos intentos bajo el
predicamento de que atentan contra “la paz y el orden establecidos”; aunque sin
poder evitar que algunos de ellos llegaran a constituirse en grandes
movimientos revolucionarios que cambiaron la historia mundial al asumir como
tarea concreta y fundamental, no sólo la negación de la negación que operaba
desde el sistema imperante sino, sobre todo, la construcción de un orden nuevo
y real que hiciera justicia a las víctimas del viejo sistema. Vale mencionar la
Revolución Francesa, la Revolución de Haití, o las Revoluciones de
Independencia en el resto de Nuestra América, cuyos Bicentenarios hemos
comenzado a celebrar.
En 1917, una de estas
revoluciones suplantó un orden imperial, de corte feudal, por un sistema
socialista que buscaba construir la dictadura del proletariado y avanzar hacia
la realización del “reino de la libertad” en la tierra, del que hablaba Marx. A
esta experiencia histórica que duró 70 años, se la refiere como Socialismo
real, y mientras la derecha actual intenta convencerse a sí misma de que es un
cadáver en proceso de momificación, para la izquierda esta experiencia juega
hoy un rol ambivalente. Por un lado, está el reconocimiento del crucial papel
que este socialismo real jugó en el sostenimiento y supervivencia de la
ideología y de los movimientos de izquierda en el mundo; los que de otra manera
hubieran quedado totalmente aniquilados ante el empuje de la creciente
ideología imperial de un Estados Unidos en plena expansión, particularmente
después de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, tras la caída del muro del
Berlín y puestos al descubierto los pies de barro de ese gigante de la otra
mitad del mundo, este modelo particular de socialismo se ha convertido para la
izquierda actual en una especie de hándicap, en tanto es utilizado a menudo por
sus enemigos ideológicos para descalificar, refutar y mostrar como fracaso
indefectible cualquier nuevo intento de transitar por el camino del socialismo.
Evidentemente que tras
este argumento se esconde la falacia de estar tomando la parte por el todo, de
tomar un evento concreto por un universo posible; pero no siempre nos ocupamos
desde la izquierda de poner al descubierto este engaño. En todo caso, la propia
expresión ‘Socialismo real’ indica que la misma derecha admite que en un
momento dado de la historia fue posible construir una alternativa al
capitalismo, que hubo un intento de llevar a la práctica concreta ese modelo
teórico cuyas características Marx logró explicitar mejor que nadie: un modelo
de sociedad centrado en la justicia social y en la liberación del ser humano de
la alienación y de la explotación capitalista de su fuerza de trabajo.
Desgraciadamente, ese Socialismo real que encarnó la Unión Soviética terminó
entrampado en lo mismo que supuestamente pretendía combatir y superar: la
actividad humana fue puesta en función de la acumulación de capital, esta vez
en manos del Estado, y la participación del pueblo fue excluida de la toma de
decisiones, quedando ésta concentrada en una capa burocrática que concentró
también privilegios y riquezas.
Por otra parte y por
extraña razón, aún cuando en el mundo se han mantenido otras experiencias
socialistas exitosas, es decir que también son reales y están muy vivas, como
el socialismo cubano, el socialismo chino, o el vietnamita, el discurso de la
derecha sigue refiriéndose al fracaso del Socialismo real de la Unión
Soviética, tomándolo como absoluto; otra trampa en la que también la izquierda
cae a menudo.
Quizás en parte por esta
inducida reducción de la experiencia socialista a lo que fue la Unión Soviética
y en parte porque las profundas transformaciones políticas que hoy florecen en
América Latina tienen sus propias peculiaridades y han tomado cuerpo con el
cambio de siglo, se ha dado en llamar a estos nuevos intentos de construir una
sociedad centrada sobre la persona humana y no sobre el capital, Socialismo del
siglo XXI; denominación que busca subrayar la diferencia con cualquier otra
experiencia anterior. Sin embargo, tal calificativo no debe implicar que su
novedad o sus particularidades nos autoricen a borrar la historia o a marcar un
radical parteaguas con las experiencias socialistas que cubrieron el siglo XX.
Pues con todo y los graves errores y desviaciones que se pudieron haber
cometido, necesario es subrayar que el Socialismo real que encarnó la Unión
Soviética hizo históricamente posible no sólo los otros proyectos socialistas
que ya mencionamos, sino también este nuevo socialismo; incluso aunque sólo
fuera por el hecho de haber logrado contener durante 70 años la voracidad del
imperio. Los desmanes cometidos a partir de entonces por los Estados Unidos y
sus aliados sobre el resto del mundo, parecen darnos la razón.
Como también es
necesario tener presente que tampoco habría sido posible construir lo que hoy
se está intentando en Nuestra América, sin el heroico ejemplo de la Cuba
socialista, sin su clara conciencia internacionalista y sin su ejemplarizante
solidaridad.
De allí que cuando nos
planteamos la cuestión del Socialismo del siglo XXI, debemos considerar
necesariamente dos aspectos: primero, el de una evaluación crítica del pasado,
es decir de los caminos socialistas ya transitados (socialismo real) a fin de
superar sus inconsecuencias y evitar reproducir sus errores, pero también para reconocer sus aportes
en el largo camino de la justicia social. En segundo lugar, la necesidad de
identificar las exigencias fundamentales del presente tiempo, que
necesariamente influyen sobre su especificidad y que deberán ser tenidas en
cuenta a la hora de definir las estrategias que nos permitirán producir ese
cambio radical que exigen los pueblos y la vida misma, y además con la urgencia
que estos tiempos demandan.
No pretendemos
determinar aquí esas exigencias ni definir las estrategias generales a seguir;
factores que sólo la sabiduría y la fuerza de los pueblos en su lucha contra la
injusticia, y el aporte teórico de su vanguardia intelectual irán configurando
en cada caso. La transformación radical de la sociedad, la sustitución de un
sistema dado la deciden los pueblos mismos, en tanto se asumen como actores
colectivos de lo nuevo.
De lo que sí estamos
convencidos es de que hoy diversos pueblos de Nuestra América y de otras
latitudes, Venezuela entre ellos, han emprendido nuevamente el camino de la
recuperación de una comprensión humana del mundo y de la construcción de una
alternativa a esa “civilización” de muerte que ha generado el sistema
capitalista; como también estamos convencidos de que esta alternativa se hará
concreta y definitivamente posible porque la estamos decidiendo desde la voluntad de vida.
De allí que nuestra
pretensión aquí sea sólo la de subrayar la urgencia y afirmar la utopía,
poniendo como ejemplo el proceso del cual estamos siendo partícipes y testigos,
así como presentar algunos indicadores que muestran cómo el pueblo y el
gobierno de Venezuela trabajan en conjunto para hacer realidad esa alternativa;
convencidos como estamos de que sólo dentro de la causa histórica del Socialismo
se puede avanzar hacia la superación definitiva de la injusticia y hacia la
preservación de la vida sobre el planeta.
La Revolución Bolivariana
Llegar en Venezuela a este
momento revolucionario no fue fácil, ni ocurrió por milagro. Como en todo cambio
histórico radical son múltiples y muy complejas las causas que van
concatenándose y acumulándose hasta provocar la ruptura liberadora. En el caso
venezolano, y en mucho esto vale para movimientos similares en otras regiones
de la América Latinocaribeña, tendríamos que comenzar la indagación desde la
propia invasión y ocupación española, cuando a partir de un acto primigenio de
violencia física y cultural quedaron instauradas en estas tierras la injusticia
y la opresión como elementos constituyentes de una sociedad signada por el
descentramiento político y cultural, y la negación de la propia condición
humana. Las luchas de independencia
provocaron la primera ruptura liberadora tras tres siglos de férreo
coloniaje, pero tras la muerte de
Bolívar, la imposición del proyecto de las élites criollas por sobre la
propuesta bolivariana de emancipación real e integral de la sociedad, restauró
de cierta manera la misma injusticia y las mismas condiciones de opresión que
habían regido durante la colonia, con la diferencia de que esta vez los
opresores provenían del mismo suelo patrio.
Un nuevo intento de ruptura
liberadora se produce en Venezuela a mitad del siglo XIX con la guerra federal
comandada por el General de Pueblos Libres, Ezequiel Zamora, bajo el grito ¡Tierras
y Hombres Libres!, que pretendió poner fin a la extrema latifundización del
territorio y a la vuelta de las condiciones de esclavitud para la gran masa
campesina forzada a trabajar la tierra. El asesinato de Zamora desarticuló el
movimiento y las élites criollas reforzaron su control y sus privilegios por el
resto del siglo.
El descubrimiento del petróleo a
fines del siglo XIX e inicios del Siglo XX abrirá paso a una nueva colonización
de Venezuela, esta vez por parte de los Estados Unidos; nación que, como lo
avizoró el propio Bolívar, parece destinada por la Providencia para plagar a la
América de miserias en nombre de la libertad. Y, efectivamente, enarbolando la
bandera de la modernidad, del progreso y de la libertad –definidas todas, por
supuesto, desde sus propios intereses– los Estados Unidos no sólo iniciaron un
nuevo y gran saqueo de nuestras riquezas naturales, sino que al igual que el
viejo imperio fue penetrando en los más recónditos meandros de la sociedad
hasta lograr el control casi total de la misma; ayudado en esta tarea por la
burguesía criolla exportadora que desde entonces se convirtió en su agente más
fiel.
La apropiación y control de la
explotación petrolera le permitió a los Estados Unidos, como ha ocurrido en
toda Nuestra América, controlar también los procesos políticos que en adelante
se dieron en Venezuela, decidiendo e imponiendo desde férreas dictaduras hasta
remedos de gobiernos democráticos, todos con una característica en común: la
obediencia ciega y hasta complaciente a las políticas que los Estados Unidos
iba diseñando para su patio trasero. Esta dominación, prácticamente sin
resistencia, salvo el movimiento guerrillero que insurgió en la década del 60 y
que finalmente resultó derrotado tras casi 20 años de lucha, se mantuvo de
manera casi determinista hasta finales de la década de los 80, en la que la
imposición de las políticas de choque neoliberales que el FMI imponía a sus
anchas en el mundo, produjeron la primera y más extendida reacción popular de
que se tenga noticia contra la forma neoliberal que ahora asumía el capitalismo
para superar su crisis y afianzar su hegemonía total en el planeta. Esta
explosión de rebeldía popular, conocida como El Caracazo, se extendió durante
los días 27 y 28 de febrero de 1989 de forma casi simultánea por todo el país y
puso en jaque al estamento político, el cual no encontró otra manera de
afrontarla que ordenar una brutal represión que ocasionó miles de muertes; con
lo cual selló la suya propia. Este terrible hecho que más de dos décadas
después sigue estremeciendo la conciencia de los venezolanos y venezolanas, y
sigue exigiendo justicia, fue el detonante fundamental para que el movimiento
militar revolucionario que venía incubándose en los cuarteles desde inicios de
esa misma década, decidiera acelerar el paso hacia una confrontación con el
modelo entreguista, excluyente y contrario a los intereses populares, que
representaba el llamado Pacto de Punto Fijo; pacto que permitió durante 40 años
a socialdemócratas (Acción Democrática) y social cristianos (Copei), los dos
partidos mayoritarios del sistema, turnarse en el poder y gobernar sin mayores
cuestionamientos el país, dado su estrecho pacto con las burguesías nacionales
y su incondicional alianza con los Estados Unidos.
Es con todos estos antecedentes
que se produce la rebelión militar encabezada por Hugo Chávez Frías en febrero
de 1992, que, aunque fracasada en el momento, logra sacudir las conciencias y
mostrar la posibilidad de una salida al oscuro laberinto en el que se sentía
desesperanzadamente atrapada la mayoría del pueblo venezolano; víctima secular
como lo había sido de sucesivos proyectos de dominación. La posterior
incorporación de Chávez a la vida política del país, tras dos años de prisión y
de creciente apoyo popular, permitió galvanizar todo ese descontento y ansias
de liberación largamente reprimidas, que finalmente cristalizó en el proyecto
liberador de la Revolución Bolivariana.
La refundación
de la República
Como sabemos, el 2 de febrero de 1999, siete años después de la rebelión
militar y luego de haber atravesado la campaña electoral más dura y
mediáticamente agresiva que se recuerde en Venezuela, y haber ganado a pesar de
ello las elecciones con una contundente mayoría sobre el candidato que
representaba todo ese pasado de gobiernos oligárquicos, Hugo Chávez asumió la
Presidencia de Venezuela. Su primer decreto presidencial fue el de convocar de
inmediato, como lo había prometido durante su campaña electoral, un referéndum
para que el pueblo decidiera, como en efecto ocurrió, la convocatoria y
elección de una Asamblea Nacional Constituyente, la cual habría de redactar una
nueva Carta Magna que refundara la República y sentara las bases de un nuevo
pacto social.
A partir de ese momento se abrió
en Venezuela un espacio de participación popular nunca antes vivido, y que se
ha seguido intensificando y ampliando hasta el presente. El país entero, desde
todas las tendencias políticas y grupos económicos, pero fundamentalmente desde
todos los sectores sociales, culturales, étnicos, religiosos, las minorías
todas se incorporaron a ese gran debate nacional y colectivo que dio como
resultado una nueva y revolucionaria Constitución, aprobada también en
Referéndum popular el 15 de diciembre de 1999.
En esta nueva Constitución se
define la República como una sociedad democrática, participativa y protagónica,
pero además multiétnica y pluricultural. Ya este reconocimiento del mapa
cultural del país hizo posible por primera vez la visualización y la
participación política de los pueblos indígenas. De hecho, en el
texto fundamental quedan reconocidas su organización social, política y
económica, sus culturas, usos y costumbres, sus idiomas, saberes y religiones,
así como su hábitat y derechos originarios sobre las tierras que ancestral y
tradicionalmente ocupan y que les son necesarias para desarrollar y garantizar
sus formas de vida. En cumplimiento de ello y en conjunto con las comunidades
indígenas, se han demarcado y entregado a éstas en titularidad, hasta el
momento presente, un millón de hectáreas; que además, por disposición
constitucional, son inembargables e intransferibles.
Igualmente son reconocidos sus derechos
políticos y por vez primera en más de 500 años, los indígenas están
participando activamente en las decisiones políticas que afectan a la
integralidad de la nación. Por ley tienen representación en la Asamblea
Nacional, mediante diputados propuestos por ellos mismos, así como la tienen en
las Asambleas Legislativas regionales y en los Concejos Municipales de los
Estados donde habitan estas comunidades. Tal reconocimiento permitió, por
ejemplo, que una mujer indígena fuera durante dos períodos consecutivos
Vicepresidenta de la Asamblea Nacional, y que hace seis años se creara el
Ministerio del Poder Popular para Asuntos Indígenas, el cual está dirigido
además por indígenas. Con la misma intención de erradicar toda exclusión, se
creó también un Ministerio para Asuntos de la Mujer y la Igualdad de Géneros.
De la misma manera, en la nueva
Constitución, escrita además en lenguaje de género, se incluyeron artículos
dirigidos a garantizar la inclusión de sectores específicos de la sociedad,
como las amas de casa, cuyo trabajo doméstico es reconocido como productor de
valor agregado, es decir como actividad económica y por tanto como generador
del derecho a la Seguridad Social; reivindicación que viene haciéndose realidad
desde hace varios años y que avanza hacia su universalización. Igualmente, se
reconoce y revaloriza a las personas con discapacidad, habiéndose creado programas
de atención integral, asignación de pensiones de seguridad social,
reconocimiento del lenguaje de señas y la Misión José Gregorio Hernández para
atender cabalmente todas sus necesidades[3]. Del
mismo modo se dedica atención muy especial a los adultos mayores, cuya pensión
de seguridad social no sólo fue homologada al salario mínimo, sino que se
incrementa al ritmo de éste, reconociéndose incluso ese derecho a los
sobrevivientes del pensionado y avanzándose aceleradamente hacia la inclusión
universal de este sector etario[4]. Esta
pensión, por otra parte, incluye bonificación de fin de año y es pagada
mensualmente al beneficiario, incluso por adelantado, al contrario de la
humillante situación a la que eran sometidas estas personas en anteriores
gobiernos. Lo mismo puede decirse con respecto a la atención de los niños,
niñas y adolescentes, quienes hoy constituyen el sector que recibe mayor
atención. Gracias a estas políticas sociales, se ha logrado reducir la pobreza
en más de un 70% y Venezuela ha pasado a ser el país con el menor índice de
desigualdad en toda América Latina.
En esencia, podemos decir que
esta nueva Constitución establece a través de todo su articulado la obligación
por parte del Estado, y en responsabilidad compartida con todos los ciudadanos,
de garantizar el cumplimiento de los derechos humanos básicos, tales como el
derecho a una vivienda digna, a la salud, al trabajo y, en general, a todo
aquello que asegure una participación justa y equitativa en el desarrollo de la
nación, sin discriminación de ningún tipo. Y puesto que ninguno de estos
derechos podría cumplirse plenamente en un Estado cuya soberanía esté
comprometida por su dependencia económica, la Constitución vincula el
desarrollo de estos derechos a la superación definitiva de esa condición de
dependencia. Es así como estipula y fomenta la diversificación de la actividad
productiva, la soberanía alimentaria, la economía participativa, popular y
alternativa mediante el apoyo efectivo y privilegiado a las cooperativas,
organizaciones de trabajadores, pequeños y medianos productores y, sobre todo,
mediante una verdadera reforma agraria que hoy está poniendo fin al latifundio
y convirtiendo a la producción agrícola en un instrumento estratégico de
liberación[5].
Es claro, pues, que para la
Revolución Bolivariana el objetivo fundamental es la reivindicación de la
persona humana como eje y télos de la
organización de la sociedad, y no la defensa del propietario o del consumidor,
implicada en la definición de libertad y democracia que se hace desde el
mercado y que necesariamente condena a muerte a gran parte de la humanidad.
Hacia el
socialismo
A pesar de que el texto
constitucional aprobado en referéndum popular en 1999 representaba una
revolución en sí mismo, el gobierno del Presidente Chávez no se planteó durante
los primeros años de ejercicio una ruptura con el sistema capitalista, sino que
intentó, un tanto ingenuamente, poner en práctica la nueva Constitución a
través de la posibilidad de una “tercera vía” o de un capitalismo con “rostro
humano”. Sin embargo, tras la dolorosa experiencia del golpe orquestado por la
derecha en abril de 2002 y del golpe petrolero de 2002-2003, la realidad
demostró que no sería jamás posible llevar adelante un proyecto de liberación
nacional, entendido como ejercicio de soberanía política y cultural, de manejo
independiente de la economía y, sobre todo, de realización de la justicia
social, en el marco del capitalismo y de la subordinación imperial. Fue así
como en diciembre de 2004, y luego en el Foro Social Mundial de 2005, el
Presidente Chávez proclamó la necesidad de trascender los límites del sistema y
de orientar el esfuerzo de todos y todas hacia la construcción de una sociedad
socialista: único espacio donde sí sería posible hacer realidad lo que teóricamente
había quedado plasmado en dicha Constitución: hacer de Venezuela un Estado
democrático y social de Derecho y de Justicia.
Desde entonces y con constantes
ensayos y errores, este proyecto socialista se ha venido construyendo y
radicalizando. Y aún cuando no esté totalmente definido, podríamos decir de
manera general que una de las características de la Revolución Bolivariana y la
que le da quizás su carácter sui generis,
es la de alimentarse de la tradición histórica socialista de todos los tiempos
y latitudes, desde el cristianismo primitivo y la sociedad comunitaria
practicada por nuestros pueblos aborígenes, hasta los aportes de Marx, Lenin y
Mao, así como de las ideas de Martí, Fidel y el Ché; como también se alimenta
del acervo revolucionario que representa la experiencia de lucha y resistencia
de nuestros pueblos indígenas ante la invasión de América por parte de España;
de las continuas rebeliones de negros, mestizos y criollos durante los 3 siglos
de opresión colonial; y, fundamentalmente, toma como referentes insoslayables
el pensamiento y la gesta libertadora y reivindicadora de soberanía del
Libertador Simón Bolívar, así como de Francisco de Miranda, Antonio José de
Sucre, Simón Rodríguez, y de todos los libertadores de nuestra América que
fueron capaces, juntando esfuerzos y voluntades, de derrotar y expulsar
definitivamente de América al imperio español. También se hace heredera nuestra
revolución de Ezequiel Zamora y de sus huestes federales, que en 1859 clamaban
por tierra y hombres libres.
Es claro que no se trata de copiar modelos, ni tampoco de exportarlos.
Cada pueblo habrá de buscar las claves dentro de sí mismo y es desde allí,
desde donde podrá construir sus propios y auténticos caminos de liberación. Tal
como lo reclamaba en el Siglo XIX Simón Rodríguez, la América no debe imitar
servilmente, sino ser original: Inventamos o erramos. O en palabras de
Mariátegui: nuestro Socialismo no puede ser calco ni copia, sino creación
heroica.
Y la América nuestra está creando, la América nuestra está inventando. En
los últimos 20 años, han surgido por lo menos tres nuevas propuestas o tres
alternativas para construir ese otro mundo posible que, más que posible, hoy se
hace urgente y necesario: la del Zapatismo en México (un mundo donde caben
todos los mundos); la del Socialismo del siglo XXI, centrado en la noción y la
práctica real de la democracia
participativa y protagónica, que constituye sin duda la clave sobre la que
se estructura la propuesta de la Revolución Bolivariana y de cuya realización
plena depende su consolidación como proceso liberador; y la del Buen Vivir, que
guía a las revoluciones de Bolivia y Ecuador. En ellas encontramos los tres
principios fundamentales que deben regir esa nueva sociedad socialista que
estamos obligados a construir en este tiempo nuestro: inclusión desde el
reconocimiento de la diversidad, democracia participativa y protagónica,
armonía y respeto a la naturaleza.
Es con toda esta riqueza espiritual y con esa fuerza que emana de una
tradición de lucha, que en Venezuela hemos emprendido un combate sin cuartel
por la vida, la libertad, la justicia social, la igualdad, la paz, la inclusión
social, la independencia, la solidaridad, la integración latinoamericana y
caribeña, el respeto a la soberanía de los pueblos, y el establecimiento de una
sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural.
Todo esto pretende serlo la Revolución Bolivariana. ¿Cómo lograr que lo sea? ¿Cómo llevar esta propuesta o carta
de intenciones que recoge nuestra Constitución a la práctica? ¿Cómo evitar que
desviemos el camino o peor aún, que la revolución que creemos estar haciendo,
se quede tan sólo en una ardiente retórica, mientras que en la realidad sigue
actuando la fuerza inercial de las viejas costumbres y el mantenimiento de las
desigualdades?
El momento actual parece
ser propicio para hacer un balance sobre el camino andado y determinar hasta
dónde se ha transformado verdaderamente la sociedad venezolana, y si esa
transformación ha sido una obra colectiva de la que todos hemos sido partícipes
o si ha sido, como dicen los adversarios, un capricho impuesto a la fuerza por
un autoritario Presidente que pretende eternizarse en el poder por quién sabe
qué artilugios, y que además pretende revivir en el siglo XXI la trasnochada y
fracasada ideología del Socialismo que, según ellos, es rechazada por la mayor
parte de la población. Omiten decir esas fuerzas opositoras que en 13 años de
gobierno bolivariano se han realizado 15 procesos electorales, supervisados todos por organismos
internacionales, y que en todas aquellas elecciones en que ha estado en juego
la figura presidencial, el Presidente Chávez ha sido respaldado por el pueblo
por una abrumadora mayoría; como también omite decir que el 53 % de la población
venezolana está plenamente convencida de que sólo en Socialismo será posible
construir una sociedad de paz, igualdad y justicia.
Creemos útil hacer este
balance no sólo como una manera de desmontar o contrarrestar la matriz
mediática que, generada desde los grandes centros de poder, cumple
permanentemente su función de desacreditar, desvirtuar y satanizar cualquier
experiencia alternativa de organización de la sociedad, distinta de la que
sirve a sus intereses hegemónicos; sino sobre todo porque consideramos
necesario que en esta búsqueda y construcción real de vías liberadoras que la
propia humanidad requiere como condición de supervivencia, intentemos
sistematizar o caracterizar de alguna forma dichas experiencias, esperando
contribuir así a una teoría de la transición hacia el socialismo de este siglo
XXI. De allí la necesidad de conjugar dialécticamente logros materiales con
principios y líneas estratégicas; so pena a veces de incurrir en repeticiones.
De los principios y acciones
En este sentido y a
partir de la experiencia venezolana, de la que hemos sido como la mayoría del
pueblo venezolano activos protagonistas, nos permitimos aportar algunas reflexiones
sobre las condiciones que creemos deben cumplirse para que un proceso de
transformación social pueda ser considerado realmente una revolución y, en
función de ellas, intentaremos realizar un examen crítico de lo actuado.
La primera afirmación a establecer
es que para que una revolución sea verdadera debe ser una revolución integral.
Esto implica esencialmente una revolución de los valores, la construcción de
una nueva cultura centrada en esos nuevos valores revolucionarios y, por ende,
la formación del nuevo ciudadano y ciudadana capaz de asumir el reto de
enfrentar y superar su actual condición de oprimido, y todos, en conjunto,
construir piedra a piedra un camino sólido hacia una sociedad de justicia, de
igualdad y de real libertad para todos y todas. En tal sentido, creemos que las
siguientes condiciones son fundamentales para que pueda hablarse de verdadera
revolución:
a. Que el proyecto emprendido
represente verdaderamente y construya realmente un orden alternativo sostenible e irreversible.
b. Que como requisito sine qua non asegure la progresiva transferencia de la toma de decisiones al pueblo
organizado.
Ambas condiciones
constituyen realmente una sola, pues la irreversibilidad del proceso no será
posible si no se logra la plena participación del pueblo en la toma de
decisiones. Por tanto, una revolución está obligada a trazar una estrategia de
participación genuina como condición necesaria para crear ese orden social
alternativo. Sólo a través de la práctica de la participación, el pueblo se
hace capaz de identificar por sí mismo y de superar las ideas y estructuras que
lo niegan como sujeto de derechos, aprende a definir las metas y modalidades de
reproducción de las condiciones que garantizan su plena existencia social, y se
determina a defenderlas contra todo intento de restaurar el orden anterior; al
tiempo que va imaginando y creando nuevas posibilidades.
c. Realización de la igualdad sustantiva. Los dos requisitos
anteriores presuponen el principio de la igualdad sustantiva, no el de la
igualdad meramente formal que inunda los textos legales de la democracia
representativa burguesa. Lograr esta igualdad es el propósito fundamental de
una revolución verdadera. Sin igualdad sustantiva no hay justicia, ni
liberación, ni real democracia, ni menos podría decirse que se esté
construyendo una alternativa socialista. Por el contrario, no avanzar hacia
ella sería la prueba más evidente de que nos mantenemos inmersos en el orden
capitalista, en donde la desigualdad no sólo es condición de existencia y
permanencia de dicho orden sino que, de hecho, ha sido convertida en fundamento
de la cultura que genera y que a su vez lo sostiene. Por ello, resulta inmoral
que desde el capitalismo se hable de democracia y libertad, cuando casi
la mitad de la humanidad vive hoy por debajo del nivel de pobreza. Las cifras
hablan crudamente por sí solas: mientras el 20 % más pobre se tiene que
contentar con apenas el 1.6% de todas la riquezas de la Tierra, el 20% más rico
consume el 82.49 %.
En la cultura de la
desigualdad que genera el capitalismo, no tiene cabida el poder compartido de
decisión ni la participación. En esa cultura el chofer no es igual al doctor.
La mucama no es igual a la señora. El obrero no es igual al patrón. El
campesino no es igual al citadino. El negro no es igual al blanco. El indígena
no es igual al criollo. La mujer no es igual al hombre. Los homosexuales no son
iguales a los heterosexuales. Los sudacas no somos iguales a los españoles. Los
latinos no somos iguales a los anglosajones. Los pobres, en fin, no son iguales
a los ricos y, por tanto, se considera casi de derecho natural que sean siempre
estos últimos los que deban gobernar y decidir lo que mejor conviene a todos. Y
si por justa razón, algunos de estos grupos excluidos de la participación intentan
hacer valer su voz, de inmediato son criminalizados a través de los aparatos
comunicacionales del sistema, y sus luchas abiertamente invisibilizadas.
d. Democracia real. La desigualdad social y económica tiene
evidentemente su correlato político. En un sistema capitalista, la tan
defendida democracia no puede, evidentemente, ser otra cosa que una democracia
representativa. De hecho, como ya mencionamos, en ella se actúa bajo el axioma
de que son pocos los que saben lo que mejor conviene a todos y, lógicamente, es
esta élite la que debe representar a todos los que no saben. Tal concepción, reafirmada
constantemente por los aparatos de reproducción del sistema, facilita y
“legitima” en el imaginario colectivo el que los intereses de la oligarquía
política y económica se conviertan en los intereses de la nación, del Estado y
del orden que los privilegia y mantiene. Más aún, el propio pueblo subyugado,
como ocurría en la vieja Venezuela y sin duda en muchas otras partes, incluidos
los propios países desarrollados, llega incluso a considerar lógico, valedero y
hasta loable que una vez en el poder, estos sus “representantes” políticos,
olvidando de dónde les viene la potestad de representación, se tomen a sí
mismos por sus propios representados y terminen no sólo gobernando para sus particulares
intereses, sino también aprovechándose del poder para enriquecerse más aún.
Vale agregar que la
manipulación de las conciencias puede llegar, y de hecho sobran los casos que
lo demuestran, a “naturalizar” incluso la servil alianza de estas oligarquías
con el imperio dominante, y a que se vea como lógica consecuencia de la misma,
no sólo la entrega de los recursos naturales de la nación y hasta del
territorio patrio para que se coloquen bases militares que amenazan países
hermanos, sino también el que se le apoye y acompañe invadiendo pueblos,
destruyendo culturas, dando golpes de Estado, declarando guerras y otros crímenes
que los monopolios comunicacionales se encargarán de legitimar.
Sin duda que un sistema
de este tipo, que además se apoya sobre un aparato militar con tentáculos en
casi todo el planeta, no dará jamás lugar al surgimiento de un orden
alternativo por simple evolución determinística de sus contradicciones, ni
mucho menos por una reveladora toma de conciencia de su maldad intrínseca.
De manera concomitante, resulta igualmente claro
que no es posible construir esa necesaria alternativa desde una democracia
representativa, o mediante cambios meramente formales o procedimentales;
porque llegados a este punto de disyuntiva radical en la que nos encontramos,
es evidente que no se trata sólo de construir un simple régimen político sino,
más que eso, de construir un nuevo espacio de realización humana en el que la
satisfacción de los derechos humanos básicos, la libertad y la justicia se
conviertan en ejercicio y disfrute real y efectivo de todos los ciudadanos y no
sólo de unos pocos. Y esto no puede ser construido sino colectivamente, es
decir mediante la participación protagónica de todos y de todas.
Llegamos así a una definición de
democracia como construcción colectiva de un nuevo sistema de relaciones
políticas mediante la participación protagónica de todos los ciudadanos y
ciudadanas; definición de la cual se derivan dos principios fundamentales que
creemos caracterizan el modelo que se ha puesto en marcha en la Venezuela
Bolivariana.
En primer lugar, el hecho de que
una democracia se defina como participativa y protagónica presupone ya la
imposibilidad de que alguno de sus miembros quede excluido de participar en esa
construcción, es decir presupone el
principio de la inclusión; con lo cual
no sólo no pueden existir condicionamientos discriminatorios de esa
participación, sino que tampoco puede imponerse una manera particular de
hacerlo. Es decir que cada ciudadano, respetado en su alteridad, participará
libremente desde sus propios referentes culturales en la construcción del
objetivo común, que es lo que se quiere significar cuando se habla de
participación en condiciones de igualdad y con lo cual el resultado que se
obtenga será verdaderamente el fruto de la interacción de lo diverso: principio de la interculturalidad.
Inclusión social e interculturalidad
se constituyen, así, en presupuestos pero también en garantía de construcción
de un modelo auténtico de democracia: la
democracia participativa y protagónica. Este concepto, desarrollado en la
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y que modestamente
Venezuela ofrece como aporte en esta lucha por la justicia social y por la vida
misma, se opone de manera radical al concepto de “democracia” que defiende el
neoliberalismo; y ya este sólo hecho marca su sentido emancipador.
Más que un régimen político, la
democracia debe ser un modo de organización de la sociedad tal que sea capaz de
asegurar las condiciones materiales de reproducción de la vida, la satisfacción
efectiva de las necesidades humanas, la posibilidad para todos y todas de
desarrollar sus potencialidades personales y colectivas; y donde, además, todos
los actos del poder público estén supeditados a la suprema voluntad del pueblo,
que es el único y absoluto detentor de soberanía. Se trata, pues, de que no
sólo el Estado sea democrático, sino de que también lo sea la sociedad.
De hecho, en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela
está plenamente garantizada la participación de los ciudadanos en todos los
asuntos públicos, sea de manera directa, semidirecta o indirecta. A nivel
práctico, esta participación le permite a todo ciudadano o ciudadana el
postularse a cargos por iniciativa propia sin la mediación de los partidos
políticos (Art. 67); revocar los mandatos dados pues todos los cargos de
elección popular, incluido el de Presidente, son revocables (Art. 71); proponer
leyes (Art. 204); aprobar o rechazar en referéndum decretos presidenciales,
enmiendas o reformas constitucionales, o decisiones de trascendencia nacional
como puede serlo la firma de Tratados o acuerdos que afecten la vida nacional
(Art. 341); integrar los Comités de Evaluación de los postulados a cargos del
Poder Judicial (Tribunal Supremo de Justicia y Jueces de la República), del
Poder Electoral, así como a Fiscal General, Contralor General y Contralores
Estatales, y Defensor del Pueblo (Art. 296).
De la misma manera, la nueva Constitución otorga a las comunidades el
derecho de control de la gestión pública integrando los Consejos de Planificación
y Coordinación de Políticas Públicas, tanto a nivel de los estados, como de los
municipios y parroquias (Arts. 166, 182). De estos Consejos, cuando sea el
caso, formarán también parte los representantes de las comunidades indígenas.
Asimismo, se estipula la
transferencia de servicios en materia de salud, educación, vivienda, deporte,
cultura, etc. a las comunidades organizadas; al igual que el derecho a decidir,
formular y administrar directamente sus propios proyectos de inversión (Art.
184). Para tales efectos, se ha estipulado que el 20 % del fondo
correspondiente al desarrollo económico de cada estado sea manejado
directamente por éstas; con lo cual se reafirma la soberanía del pueblo y la
autonomía de lo local.
Esta transferencia del poder a las
comunidades organizadas ha venido cobrando cada vez mayor fuerza y celeridad, y
constituye la experiencia más interesante y radical que está hoy teniendo lugar
en Venezuela. Más aún, la consolidación de la autonomía de las comunidades y de
su real poder de gobierno ha sido consagrada por la Asamblea Nacional a través
de la Ley Orgánica de Consejos Comunales.
De acuerdo a esta ley, por cada
cuatrocientas familias corresponde un Consejo Comunal, y sus integrantes, que
no son “representantes” sino voceros elegidos por la comunidad en asamblea
popular, pueden ser también revocados de su función cuando ésta así lo
considere justificado. Dicho Consejo Comunal coordina la organización y la
ejecución de los proyectos que la asamblea popular haya considerado prioritarios,
y administra los recursos que por ley le son transferidos a la comunidad desde
el Presupuesto Nacional. En el ejercicio de la soberanía popular, la asamblea
comunitaria elige también a quienes van a administrar el Banco Comunal, o a
integrar las mesas técnicas de agua, de electricidad, de vivienda, de cultura,
etc., a través de las cuales se trabaja en la solución de problemas específicos
de la vida en comunidad. Varios Consejos
comunales pueden asociarse en Comunas y con ello tener acceso a préstamos de
envergadura que le permitirán desarrollar proyectos socioproductivos de gran
alcance. Vale aquí destacar el papel protagónico que han asumido hoy las
comunidades en la solución del problema de la vivienda, al convertirse ellas
mismas no sólo en administradoras del recurso financiero sino también en
constructoras. El pasado año, las comunidades organizadas ejecutaron el 40% de
las viviendas construidas con financiamiento oficial. Y es también la comunidad
la que decide quiénes de entre sus integrantes van a ser los primeros
beneficiarios de dichas viviendas; así como también decide quienes han de tener
derecho prioritario a ser atendidos en las Casas de Alimentación, o a beneficiarse
de otras iniciativas planteadas por la comunidad al gobierno nacional o a los
gobiernos regionales.
Logros de la
revolución bolivariana
No podemos detallar aquí los innumerables modos y proyectos de inclusión y
de participación protagónica que se están desarrollando por toda Venezuela,
impulsados ciertamente por el gobierno del Presidente Chávez, pero sostenidos y
radicalizados por esa extraordinaria fuerza sin la cual nada sería posible que
es el pueblo organizado. Pero sabiendo
que estos logros no se verán ni siquiera ligeramente referidos por los
monopolios mediáticos que copan los espacios de comunicación en prácticamente
el planeta entero, invitamos a buscarlos por cuenta propia en los medios
alternativos o a través de las páginas o medios oficiales del gobierno
venezolano, pues así como el sol no se puede tapar con un dedo tampoco la
verdad podrá ser eternamente ocultada por los medios. Por encima y a pesar de
ellos, Venezuela, junto a Bolivia, Ecuador y otros pueblos de Nuestra América seguirán
avanzando en términos de inclusión y participación real de los ciudadanos en la
transformación radical de sus condiciones de vida, y señalando con su ejemplo
la posibilidad real de una alternativa al modelo genocida del capitalismo.
Haber detenido la privatización
de las riquezas naturales, de las industrias básicas, de los servicios
públicos, de la educación, de la seguridad social y de la salud son hechos
reales que cimentan el camino de la definitiva liberación. Reducir en casi 70% la pobreza extrema (20,6 al 7,4%) y la pobreza
general (47 % al 20%), así como la tasa de desempleo, cuando lo contrario
sacude de indignación al mundo desarrollado; lograr un aumento del 30% en el
consumo de las clases populares y desarrollar estrategias de soberanía
alimentaria en momentos de crisis alimentaria mundial provocada por el sistema
capitalista; cumplir en su casi totalidad las Metas del Milenio con varios años
de avance al plazo establecido; incorporar al sistema educativo a más de 4
millones de venezolanos, antes excluidos, mediante un sistema integrado de
formación que garantiza la posibilidad de transitar con acompañamiento
especializado desde el nivel de alfabetización a la culminación de estudios
universitarios; garantizar la cobertura de salud gratuita a más del 80% de la
población, incluidos los medicamentos de alto costo para pacientes con cáncer y
para el 100 % de pacientes con VIH, nos hablan de una sociedad que transita con
pasos firmes hacia otra forma de entender el ejercicio del poder y las propias
relaciones de producción y de distribución de las riquezas de todos. La propia
composición del presupuesto nacional, que es el factor que realmente define la
orientación y la práctica política de un país, confirma este tránsito hacia una
sociedad socialista: para el 2012, casi el 60% de ese Presupuesto estará
destinado a la inversión social. No creemos que aparte de Cuba, haya ningún
otro país que destine tantos recursos al bienestar de su pueblo; todo lo cual
ha redundado en una recuperación de la autoestima personal y colectiva de la
población y un cada vez mayor grado de conciencia de su dignidad, de sus
derechos, y de su protagonismo social.
En
el plano internacional, Venezuela ha pasado en 13 años de ser un país casi
desconocido a ser una nación admirada por muchos pueblos por su lucha abierta y
decidida contra toda forma de dominación, de colonización y de imperialismo, y
por la transformación radical que ha emprendido en aras de la consolidación
definitiva de su independencia.
Por otra parte, se han
multiplicado y profundizado los acuerdos de cooperación solidaria con países de
todos los continentes, privilegiando la relación con los países hermanos de
América Latina y el Caribe, así como la relación Sur- Sur. Asimismo, desde esta
Venezuela revolucionaria han partido muchas iniciativas que hoy han contribuido
a transformar el marco político y económico de América Latina. Junto a Cuba,
iniciamos e impulsamos la Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra
América (ALBA) que dio al traste con el plan imperial del ALCA y hoy agrupa a 10
países, constituyéndose en una real alternativa de integración regional, basada
en la cooperación solidaria y no en la competencia que el imperio acostumbraba
imponer en la región. Igualmente son producto de esta concepción revolucionaria
y nuestroamericanista que Venezuela impulsa, la creación de Petrocaribe,
Telesur, el Banco del Alba, el Banco del Sur, la idea de la moneda única, Unasur,
y la más reciente creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del
Caribe (CELAC), que a nuestro juicio
constituye el hecho político y el ejercicio de soberanía más importante
ocurrido en Nuestra América en 200 años de vida republicana.
Aun cuando todo esto no es una
declaratoria de principios sino una realidad actualmente en construcción en la
Venezuela Bolivariana, los monopolios mediáticos se empeñan en crear una
realidad paralela en la que en lugar del ejercicio pleno de derechos individuales
y colectivos, se recrea una dictadura virtual que viola todo principio
democrático y dedica el presupuesto nacional a incrementar el poderío militar.
Sin duda tratan de impedir o de revertir el proceso liderado por el Presidente
Chávez, quien, junto al pueblo organizado, está haciendo precisamente realidad
lo que manda nuestra revolucionaria Constitución, que no es otra cosa que la
puesta en práctica de un modelo democrático que al radicalizar la condición de
ciudadano a través de su participación en prácticamente todos los niveles de
decisión, refuerza el sentido de pertenencia a un conglomerado nacional,
fortalece el concepto de Estado-Nación y reafirma el principio de soberanía; lo
que a no dudar contradice las tendencias imperiales globalizantes.
La situación actual
Sin duda, un cambio de esta naturaleza no puede ser bien visto por los
actores políticos tradicionales, ni comprendido incluso por quienes han
estructurado su pensamiento de acuerdo a rígidos esquemas ideológicos, sean de
derecha o de izquierda. De allí la feroz resistencia de las clases acomodadas,
la acerba oposición de la jerarquía católica, la contumaz descalificación de
parte de los viejos partidos, la negativa reacción de la ultraizquierda, la
posición beligerante de la cámara empresarial, el continuo y abierto llamado al
golpe o al magnicidio por parte del sector más reaccionario, entre los cuales
sobresalen precisamente los medios de comunicación privados, en un rol de
confrontación que es vergüenza del verdadero periodismo. Rol sobre el cual
sería urgente y necesario plantear un serio debate, no sólo en lo que respecta
a Venezuela, sino al mundo en su conjunto.
Sabemos que el camino es difícil. De hecho lo ha sido durante cada día de
estos 13 años que llevamos recorridos. En este momento tenemos una revolución
amenazada abierta y gravemente por el imperio, tanto por constituir una presa muy codiciada dados
los ingentes recursos naturales que posee, entre ellos la mayor reserva mundial
de petróleo, que ese modelo en crisis requiere para su supervivencia, como por
ser considerada una amenaza que debe ser neutralizada a todo costo, dado el
potencial emancipador y desalienante de su ejemplo, que avanza en la dirección
de un mundo de pueblos soberanos e iguales.
En vista de ello, es necesario dejar bien claro que en Venezuela se vive
un proceso revolucionario de grandes transformaciones que ha sido y queremos
que siga siendo, un proceso pacífico. No ha habido en la Venezuela bolivariana
ni una sola persona encarcelada por pensar diferente (los políticos que están
presos lo están por haber asesinado ciudadanos durante el golpe de Estado de
2002, por injurias y lesiones graves a otros ciudadanos, o por hechos de
corrupción, lo que es castigado en todos los países del mundo). No ha habido
tampoco en estos 13 años ni un solo desaparecido, ni un periódico cerrado o
censurado (para desgracia de la SIP), ni un solo periodista detenido, a pesar
de que durante las 24 horas del día la mayor parte de estos se dedican a
tergiversar los fines de la revolución, a difamar al Presidente, a promover
golpes de Estado, a inventar historias absurdas, y mil otras cosas más; como lo
puede comprobar cualquiera que visite nuestro país o sintonice alguno de los
canales privados a través del sistema de TV por cable.
Contra estas campañas de agresión y contra los designios del imperio, la
respuesta no ha sido otra que la de redoblar nuestro esfuerzo para transformar
colectivamente ese secular modelo establecido por y para las élites, en un
modelo de participación democrática donde con aciertos y errores, avances y
retrocesos, vayamos construyendo en colectivo las condiciones para una vida
digna y una sociedad plenamente humana; siempre abiertos a la solidaridad con
otros pueblos del mundo y en especial a la unidad de la América Latina y el
Caribe. Se trata, por otra parte, de una revolución que, como ya dijimos, se
está inventando a sí misma, que intenta no copiar modelos, aunque pueda
aprender de otras experiencias, y que encuentra su inspiración y guía en la
revalorización de la historia de las luchas populares y del pensamiento de
quienes iniciaron hace 200 años esta batalla por la libertad; y en particular
la encuentra en el pensamiento de Simón Bolívar. Por eso se la llama Revolución
Bolivariana.
Por otra parte, resulta altamente simbólico que la conmemoración del
Bicentenario de nuestras Independencias ocurra en momentos en que en América
Latina se levantan con fuerza millones de brazos decididos a romper también las
cadenas de otro imperio que, al igual que la monarquía española, intenta
someter el destino de nuestros pueblos a la realización de sus objetivos e
intereses hegemónicos. Ambos momentos, el de lo ocurrido hace 200 años y el de
los actuales movimientos de liberación, pudieran estar marcando el inicio y el
fin de un complejo proceso de
liberación, a lo largo del cual la América del Sur ha ido cincelando su
identidad y ensayando formas de resistencia que hoy parecen fructificar en una
definitiva voluntad de autodeterminación.
Por todo ello y por la gravedad y radicalidad de las amenazas que hoy se
ciernen sobre toda la humanidad, estamos obligados a fortalecer la unión, a
radicalizar el compromiso y a acelerar la transición al Socialismo, única
manera de que la vida termine por imponerse sobre la muerte. Seamos pues
optimistas, sobre todo en este momento en que, como dice el Presidente Chávez, La historia de nuestros pueblos la están
escribiendo aquellos que tenían prohibido redactar la historia. Ya la historia
no la cuentan los antiguos vencedores.
Artículo publicado de Revista de Filosofía I-2012 Enero-Abril. Nº 70.
[1] “Sin embargo, a menos que se quiera crear confusión no
podrá caminarse realmente hacia el socialismo si no se plantea una reestructuración
radical del marco del control general del capital, no sólo respecto a los
mecanismos establecidos sino respecto al metabolismo social heredado en
general. Es éste el objetivo fundamental que no puede perderse nunca de vista,
ni mucho menos sustituirlo o hacerlo pasar por una simple superación del
capitalismo como forma histórica”. MESZÁROS, I., Más allá del Capital, Vadell Hermanos Editores, Caracas, 2006, pp.
1083-1084.
[2] Cf. MESZÁROS,
István Socialismo o Barbarie, Monte
Ávila Editores, Caracas, 2007, p. 25.
[3] A los
fines de atender de manera ágil, eficiente y no burocrática los problemas
sociales más urgentes, y cancelar la deuda social secularmente acumulada, el
Presidente Chávez creó las llamadas Misiones Sociales, que, como su nombre lo
indica, se fijan un objetivo estratégico y desarrollan creativamente las
acciones destinadas a alcanzarlo. La primera de ellas fue la Misión Robinson,
destinada a erradicar el analfabetismo en Venezuela, como de hecho se logró en
el año 2005; así como la Misión Barrio Adentro, que desarrolló una Red de
Atención Primaria de Salud en todo el territorio nacional. Al presente esta Red
cuenta con más de 30 mil Centros de Salud integral, que atiende de manera
gratuita al 88% de la población venezolana, desde los casi siete mil módulos de
atención primaria que se han creado en los lugares de más difícil acceso y
donde nunca antes había existido atención médica, hasta los Centros de Alta
Tecnología más especializados. Actualmente existen más de 30 Misiones, cada una
de ellas dirigida a resolver un problema específico.
[4] En 13 años de gobierno
bolivariano se pasó de 300 mil pensionados a casi dos millones de pensionados y
pensionadas. Se espera incorporar durante el año 2012 otras 500 mil personas.
[5] Al presente, el Estado ha logrado recuperar y
entregar a las comunidades campesinas más de 2 millones de hectáreas que
formaban parte de grandes latifundios o que estaban improductivas.
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